El Concilio Vaticano II sesionó por primera vez el 11 de octubre de 1962, apenas una semana antes de la mayor crisis de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos y Rusia estuvieron cerca de provocar un holocausto nuclear en torno a los misiles rusos en Cuba. Más que nunca era necesario que la Iglesia mostrara y promoviera el camino de Jesús, el camino de la paz.
Aquel 11 de octubre se dedicó solamente a la ceremonia de la inauguración. Una vez entrados todos los demás padres conciliares, observadores y otros participantes a la basílica de San Pedro, el Papa normalmente entraría llevado en andas hasta el altar mayor. En ese desfile normalmente iría acompañado de una corte de guardias personales, de aristócratas del Vaticano y de pajes portando abanicos con plumas de avestruz. Pero SS Juan XXIII violó el protocolo y desfiló a pie por el pasillo central.
Como parte de ese ceremonial el papa Juan ofreció un discurso con el que buscó sentar el tono del Concilio. El título de su discurso, siguiendo la costumbre de utilizar las primeras palabras, fue Gaudet Mater Ecclessia – "Se alegra la madre Iglesia". Esto es, la Iglesia, igual que María, es madre de los bautizados. María recuerda el misterio de la Encarnación. La Iglesia ofrece el espacio en que los humanos llegan al encuentro con el resultado salvador de esa Encarnación. Y en este momento se llenaba de alegría la Iglesia.
El propósito del Concilio fue primordialmente el de cumplir con la misión de la Iglesia: ser luz de la naciones con la luz de Cristo. "El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz", dirá el Papa (§5).
Esa tarea de custodiar y transmitir el depósito de la fe implica necesariamente la renovación del modo con que se le presenta a las diversas generaciones. "La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina fundamental de la Iglesia, repitiendo difusamente la enseñanza de los Padres y Teólogos antiguos y modernos, que os es muy bien conocida y con la que estáis tan familiarizados. Para eso no era necesario un Concilio.", añadirá el Papa (§6).
Es que, "Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del depósito de la fe, y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta -con paciencia, si necesario fuese- ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral." (§6). El propósito del Concilio no sería producir condenas o aclarar antiguos dogmas y doctrinas. Su cometido sería la expresión renovada de la tradición y la fe según unos criterios pastorales.
Para cumplir mejor con su misión de atraer a todos hacia Dios y ser el espacio de la salvación, la Iglesia tendría que ponerse al día revisando su trayectoria histórica y tomando medidas para un diálogo más efectivo consigo misma, con las otras iglesias y con el mundo moderno (§3 del discurso).
Igual que María, la Iglesia es Madre de los bautizados. Al visualizar esta realidad de la Iglesia también como Madre, es inconcebible que haya cristianos –católicos- obsesionados con la condena de los demás, antes que asumir el papel de madre que quiere ser la ocasión de salvación para los demás. Ninguna madre se ensaña en condenar a sus hijos descarriados. En su misión, la Iglesia está para atraer a todos al seno del Padre, no para rechazar a los pecadores o excluir a las personas de la oportunidad de aprovechar los frutos de la Redención. En la Iglesia no hay lugar para los que a nombre de ella montan en cólera y condenan a los demás o se sienten privilegiados frente a los pecadores. Esa fue la actitud deplorable de los fariseos que Jesús constantemente condenó (ver §4 del discurso).
Por ese cambio de orientación, del enfoque dogmático al enfoque pastoral, toda la Iglesia comenzaba a alegrarse y, con ella, Nuestra Santísima Madre.
Este texto es un extracto del libro "Vaticano II: conceptos y supuestos", del autor de este artículo.