Compilación e introducción: Abel Della Costa
San Agustín de Hipona (354-430), uno de los más grandes Padres de la Iglesia, y sin duda el más grande e influyente de los Padres occidentales, fue sobre todo un gran pastor de almas, que con su palabra, siempre encendida de amor divino, acompañó a su pueblo en las situaciones concretas que este iba viviendo.
Tan pronto escribe un tratado como respuesta a una consulta bíblica, como informa a su grey del diálogo con los donatistas (los obispos no consideraban todavía a su pueblo como lejano), o responde en una epístola a una duda de un feligrés. Es el caso del texto que traigo: una carta que trata monográficamente la cuestión de la oración, sobre la base del pedido de una feligresa concreta, viuda, que al parecer se sentía interpelada por las palabras de la Primera Carta a Timoteo 5,5: «la que de verdad es viuda y ha quedado enteramente sola, tiene puesta su esperanza en el Señor y persevera en sus plegarias y oraciones noche y día», y se preguntaba cómo podría realizar aquello.
Anicia Faltonia Proba era una dama romana noble, viuda de Sexto Petronio Probo, quien había sido cónsul en el 371, y había muerto en en año 395. Cuando los vándalos caen sobre Roma en el 410, la viuda huye con su hija y nieta a las provincias romanas de África, donde son recibidas en el seno de la próspera y asentada comunidad cristiana. Proba fue conocida de san Jerónimo, y de san Agustín, quiene le dirige (de las espístolas que han llegado a nosotros) tres cartas, entre el 411 y el 414.
La primera de ellas, nº 130 del epistolario agustino, está íntegramente dedicada a la oración, y forma un verdadero «tratado de oración para laicos», con su número central, el 21, dedicado a una interpretación práctica del Padrenuestro.
Algunos fragmentos, muy bien escogidos, se leen en el Oficio de Lecturas, en la semana XXIX del Tiempo Ordinario (en la que estamos en este momento). He tomado principalmente esos fragmentos (no todos), y los he completado con algunos otros tomados de las Obras Completas, para ofrecer un pequeño tratado de oración de la mano de un Padre y hermano mayor en nuestro camino al Reino.
Deseo que sea de provecho para los lectores.
En estas tinieblas de la vida presente, en las que peregrinamos lejos del Señor, mientras caminamos por la fe y no por la visión, debe el alma cristiana considerarse desolada, para que no cese de orar. Aprenda en las divinas y santas Escrituras a dirigir a ellas la vista de la fe como a una lámpara colocada en un tenebroso lugar hasta que nazca el día y el lucero brille en nuestros corazones. Como una fuente inefable de ese resplandor es aquella luz, que reluce en las tinieblas de tal modo que las tinieblas no la envuelven. Para verla hemos de limpiar nuestros corazones por medio de la fe, pues «bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios», y sabemos que cuando apareciere «seremos semejantes a Él, porque le veremos como Él es». Entonces habrá verdadera vida tras la muerte, y verdadero consuelo tras la desolación. Aquella vida eximirá a nuestra alma de la muerte, y aquel consuelo librará nuestros ojos de lágrimas. Y pues allí no habrá tentación alguna, sigue diciendo el Salmo: «Y librará mis pies de la caída». Pues si no hay ya tentación, tampoco habrá oración; porque no cabrá allí esperanza del bien prometido, sino goce pleno del bien otorgado. Por eso sigue diciendo: «Agradaré al Señor en la región de los vivos», en que entonces estaremos, no en el desierto de los muertos, en que ahora estamos. «Porque estáis muertos -dice el Apóstol-, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; mas cuando apareciere Cristo, vuestra vida, entonces apareceréis vosotros con él en la gloria». (nº 5)
Te impresiona lo que dice el Apóstol: «No sabemos, como conviene, lo que hemos de pedir». Temes que pueda causarte mayor perjuicio el orar como no conviene que el no orar. Puedo decírtelo todo en dos palabras: pide la vida bienaventurada. Todos los hombres quieren poseerla, pues aun los que viven pésima y airadamente no vivirían de ese modo si no creyesen que así son o pueden ser felices. ¿Qué otra cosa has de pedir, pues, sino la que buscan los buenos y los malos, pero a la cual no llegan sino solos los buenos? (nº 9)
¿Por qué en la oración nos preocupamos de tantas cosas y nos preguntamos cómo hemos de orar, temiendo que nuestras plegarias no procedan con rectitud, en lugar de limitarnos a decir con el salmo: «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo?» En aquella morada, los días no consisten en el empezar y en el pasar uno después de otro ni el comienzo de un día significa el fin del anterior; todos los días se dan simultáneamente, y ninguno se termina allí donde ni la vida ni sus días tienen fin.
Para que lográramos esta vida dichosa, la misma Vida verdadera y dichosa nos enseñó a orar; pero no quiso que lo hiciéramos con muchas palabras, como si nos escuchara mejor cuanto más locuaces nos mostráramos, pues, como el mismo Señor dijo, oramos a aquel que conoce nuestras necesidades aun antes de que se las expongamos. (nº 15)
Puede resultar extraño que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos, si no comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante. Por eso, se nos dice: «Ensanchaos; no os unzáis al mismo yugo con los infieles.»
Cuanto más fielmente creemos, más firmemente esperamos y más ardientemente deseamos este don, más capaces somos de recibirlo; se trata de un don realmente inmenso, tanto, que «ni el ojo vio», pues no se trata de un color; «ni el oído oyó», pues no es ningún sonido; «ni vino al pensamiento del hombre», ya que es el pensamiento del hombre el que debe ir a aquel don para alcanzarlo. (nº 17)
Así, pues, constantemente oramos por medio de la fe, de la esperanza y de la caridad, con un deseo ininterrumpido. Pero, además, en determinados días y horas, oramos a Dios también con palabras, para que, amonestándonos a nosotros mismos por medio de estos signos externos, vayamos tomando conciencia de cómo progresamos en nuestro deseo y, de este modo, nos animemos a proseguir en él. Porque, sin duda alguna, el efecto será tanto mayor, cuanto más intenso haya sido el afecto que lo hubiera precedido. Por tanto, aquello que nos dice el Apóstol: «Sed constantes en orar», ¿qué otra cosa puede significar sino que debemos desear incesantemente la vida dichosa, que es la vida eterna, la cual nos ha de venir del único que la puede dar?
Deseemos siempre la vida dichosa y eterna, que nos dará nuestro Dios y Señor, y así estaremos siempre orando. Pero, con objeto de mantener vivo este deseo, debemos, en ciertos momentos, apartar nuestra mente de las preocupaciones y quehaceres que, de algún modo, nos distraen de él y amonestarnos a nosotros mismos con la oración vocal, no fuese caso que si nuestro deseo empezó a entibiarse llegara a quedar totalmente frío y, al no renovar con frecuencia el fervor, acabara por extinguirse del todo.
Por eso, cuando dice el Apóstol: «Vuestras peticiones sean presentadas a Dios», no hay que entender estas palabras como si se tratara de descubrir a Dios nuestras peticiones, pues él continuamente las conoce, aun antes de que se las formulemos; estas palabras significan, mas bien, que debemos descubrir nuestras peticiones a nosotros mismos en presencia de Dios, perseverando en la oración, sin mostrarlas ante los hombres por vanagloria de nuestras plegarias. (nº 18)
Como esto sea así, aunque ya en el cumplimiento de nuestros deberes, como dijimos, hemos de orar siempre con el deseo, no puede considerarse inútil y vituperable el entregarse largamente a la oración, siempre y cuando no nos lo impidan otras obligaciones buenas y necesarias. Ni hay que decir, como algunos piensan, que orar largamente sea lo mismo que orar con vana palabrería. Un cosa, en efecto, son las muchas palabras y otra cosa el efecto perseverante y continuado. Pues del mismo Señor está escrito que pasaba la noche en oración y que oró largamente; con lo cual, ¿qué hizo sino darnos ejemplo, al orar oportunamente en el tiempo, aquel mismo que con el Padre, oye nuestra oración en la eternidad? (nº 19)
Se dice que los monjes de Egipto hacen frecuentes oraciones, pero muy cortas, a manera de jaculatorias brevísimas, para que así la atención, que es tan sumamente necesaria en la oración, se mantenga vigilante y despierta y no se fatigue ni se embote con la prolijidad de las palabras. Con esto nos enseñan claramente que así como no hay que forzar la atención cuando no logra mantenerse despierta, así tampoco hay que interrumpirla cuando puede continuar orando.
Lejos, pues, de nosotros la oración con vana palabrería; pero que no falte la oración prolongada, mientras persevere ferviente la atención. Hablar mucho en la oración es como tratar un asunto necesario y urgente con palabras superfluas. Orar, en cambio, prolongadamente es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de aquel que nos escucha. Porque, con frecuencia, la finalidad de la oración se logra más con lágrimas y llantos que con palabras y expresiones verbales. Porque el Señor «recoge» nuestras «lágrimas en su odre y» a él «no se le ocultan nuestros gemidos,» pues todo lo creó por medio de aquel que es su Palabra, y no necesita las palabras humanas. (nº 20)
A nosotros, cuando oramos, nos son necesarias las palabras: ellas nos amonestan y nos descubren lo que debemos pedir; pero lejos de nosotros el pensar que las palabras de nuestra oración sirvan para mostrar a Dios lo que necesitamos o para forzarlo a concedérnoslo.
Por tanto, al decir: «Santificado sea tu nombre,» nos amonestamos a nosotros mismos para que deseemos que el nombre del Señor, que siempre es santo en sí mismo, sea también tenido como santo por los hombres, es decir, que no sea nunca despreciado por ellos; lo cual, ciertamente, redunda en bien de los mismos hombres y no en bien de Dios.
Y, cuando añadimos: «Venga a nosotros tu reino,» lo que pedimos es que crezca nuestro deseo de que este reino llegue a nosotros y de que nosotros podamos reinar en él, pues el reino de Dios vendrá ciertamente, lo queramos o no.
Cuando decimos: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo,» pedimos que el Señor nos otorgue la virtud de la obediencia, para que así cumplamos su voluntad como la cumplen sus ángeles en el cielo.
Cuando decimos: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy,» con el «hoy» queremos significar el tiempo presente, para el cual, al pedir el alimento principal, pedimos ya lo suficiente, pues con la palabra «pan» significamos todo cuanto necesitamos, incluso el sacramento de los fieles, el cual nos es necesario en esta vida temporal, aunque no sea para alimentarla, sino para conseguir la vida eterna.
Cuando decimos: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores,» nos obligamos a pensar tanto en lo que pedimos como en lo que debemos hacer, no sea que seamos indignos de alcanzar aquello por lo que oramos.
Cuando decimos: «No nos dejes caer en la tentación,» nos exhortamos a pedir la ayuda de Dios, no sea que, privados de ella, nos sobrevenga la tentación y consintamos ante la seducción o cedamos ante la aflicción.
Cuando decimos: «Líbranos del mal,» recapacitamos que aún no estamos en aquel sumo bien en donde no será posible que nos sobrevenga mal alguno. Y estas últimas palabras de la oración dominical abarcan tanto, que el cristiano, sea cual fuere la tribulación en que se encuentre, tiene en esta petición su modo de gemir, su manera de llorar, las palabras con que empezar su oración, la reflexión en la cual meditar y las expresiones con que terminar dicha oración. Es, pues, muy conveniente valerse de estas palabras para grabar en nuestra memoria todas estas realidades. (nº 21)
Porque todas las demás palabras que podamos decir, bien sea antes de la oración, para excitar nuestro amor y para adquirir conciencia clara de lo que vamos a pedir, bien sea en la misma oración, para acrecentar su intensidad, no dicen otra cosa que lo que ya se contiene en la oración dominical, si hacemos la oración de modo conveniente. Y quien en la oración dice algo que no puede referirse a esta oración evangélica, si no ora ilícitamente, por lo menos hay que decir que ora de una manera carnal. Aunque no sé hasta qué punto puede llamarse lícita una tal oración, pues a los renacidos en el Espíritu solamente les conviene orar con una oración espiritual.
Quien dice, por ejemplo [como en el cántico]: «Como mostraste tu santidad a las naciones, muéstranos así tu gloria» y «saca veraces a tus profetas», ¿qué otra cosa dice sino: «Santificado sea tu nombre»?
Quien dice: «Dios de los ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve», ¿qué otra cosa dice sino: «Venga a nosotros tu reino»?
Quien dice: «Asegura mis pasos con tu promesa, que ninguna maldad me domine», ¿qué otra cosa dice sino: «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo»?
Quien dice: «No me des riqueza ni pobreza», ¿qué otra cosa dice sino: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy»?
Quien dice: «Señor, tenle en cuenta a David todos sus afanes», o bien: «Señor, si soy culpable, si hay crímenes en mis manos, si he causado daño a mi amigo», ¿qué otra cosa dice sino: «Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores»?
Quien dice: «Líbrame de mi enemigo, Dios mío, protégeme de mis agresores», ¿qué otra cosa dice sino: «Líbranos del mal»?
Y, si vas discurriendo por todas las plegarias de la santa Escritura, creo que nada hallarás que no se encuentre y contenga en esta oración dominical. Por eso, hay libertad de decir estas cosas en la oración con unas u otras palabras, pero no debe haber libertad para decir cosas distintas. (nº 22)
Esto es, sin duda alguna, lo que debemos pedir en la oración, tanto para nosotros como para los nuestros, como también para los extraños e incluso para nuestros mismos enemigos, y, aunque roguemos por unos y otros de modo distinto, según las diversas necesidades y los diversos grados de familiaridad, procuremos, sin embargo, que en nuestro corazón nazca y crezca el amor hacia todos.
Aquí tienes explicado, a mi juicio, no sólo las cualidades que debe tener tu oración, sino también lo que debes pedir en ella, todo lo cual no soy yo quien te lo ha enseñado, sino aquel que se dignó ser maestro de todos.
Hemos de buscar la vida dichosa y hemos de pedir a Dios que nos la conceda. En qué consiste esta felicidad son muchos los que lo han discutido, y sus sentencias son muy numerosas. Pero nosotros, ¿qué necesidad tenemos de acudir a tantos autores y a tan numerosas opiniones? En las divinas Escrituras se nos dice de modo breve y veraz: «Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor». Para que podamos formar parte de este pueblo, llegar a contemplar a Dios y vivir con él eternamente, el Apóstol nos dice: «Esa orden tiene por objeto el amor, que brota del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sincera».
Al citar estas tres propiedades, se habla de la conciencia recta aludiendo a la esperanza. Por tanto, la fe, la esperanza y la caridad conducen hasta Dios al que ora, es decir, a quien cree, espera y desea, al tiempo que descubre en la oración del Señor lo que debe pedir al Señor. (nº 23)
Nota final: como puede verse, la selección se decanta prácticamente por la sección central, dedicada a explicar cómo orar sin interrupción, y sin que sea vana palabrería; sin embargo, para aquellos que deseen completar la lectura, recomiendo también toda la primera parte, donde el santo desgrana una a una las «ideas de felicidad» según el mundo -algunas muy sensatas- y va mostrando cómo ninguna de ellas puede colmarnos.
Los dos primeros números fueron citados de la edición BAC, mientras que los demás, de la traducción litúrgica, bastante más moderna. La epístola completa se encuentra en el segundo volumen del epistolario, tomo XI de las Obras Completas en la edición BAC, pág 51ss.
En la escuela de oraciòn de san Agustìn Bonita compilacion e introducciòn de Abel Della Costa sobre la carta 130 sobre la oraciòn se pasa uno buen tiempo leyendo y me gusta la forma de redactarlo nomas que el tiempo apremia y no podre expresar lo que mi corazòn siente al leer estas palabras de San Agustin y el tiempo que se tomò Abel en compilarlas .
Cuanto màs fielmente creemos mas firmemente esperamos y mas ardientemente deseams este don mas habil somos de recibirlo , oramos por medio de la fe de la esperanza y de la caridad con un deseo ininterrumpido deseams siempre la vida dichosa y eterna que nos dara nuestro Dios y Señor y asi estaremos siempre orando. Pero con objeto de mantener vivo este deseo debemos en ciertos momentos, apartar nuestra mente de las preocupaciones y quehaceres que de algùn modo nos distrain de Èl hemos de orar siempre con el deseo perseverante y continuado. Abel Dios te cuide y te guarde mientras he de irme no sin antes decirte Dios te Bendiga
Gracias Abel. Muy oprtuno.
hermoso, graxias por compartir
saludos y bendiciones
saludos y bendiciones