Podemos resumirlo así: para escuchar la verdad de Dios de sus propios labios.
Suena muy bien, claro, y en lo fundamental es cierto. Sin embargo semejante frase adolece del problema de pasar por encima de un escollo con el que se enfrenta cualquier creyente que intenta seriamente leer la Biblia: no es sencilla de leer, ni nos pone "en contacto con Dios" de manera inmediata. Creemos por la fe que ella es la palabra de Dios, pero lo que nuestra experiencia de lectores nos dice es que hay que quitar muy lentamente capas y capas de cebolla para hallar ese núcleo en el que podemos decir "ahora sí, he llegado a oír la Palabra de Dios".
A veces intentamos quitar esas capas de cebolla haciendo sesudos cursos bíblicos donde aprendemos sobre el origen cultural, los autores y contextos, y aprendemos mucho de lo que rodea la Biblia, pero no tomamos contacto con ella.
Naturalmente, ese problema no lo tienen los cristianos que no se acercan a la Palabra de Dios a leerla, a veces con pretextos que pueden ser muy literalmente ciertos: "es que temo confundir mi fe", "es que es muy difícil de interpretar y carezco de la formación adecuada", "es que la Biblia debe interpretarla la Iglesia [el magisterio]". Excusas todas humanamente razonables, como las de los invitados de la parábola del banquete de Bodas. Pero la invitación sigue en pie, y no hay excusas ante ella: Dios mismo sirvió una mesa, su Palabra, e invitó a los comensales, nosotros. Quien se siente poco preparado, busque preparación, quien sepa, brinde ayuda, quien no sepa, busque ayuda. La Iglesia es, sin duda, el intérprete auténtico de la Palabra, sí: pero toda la Iglesia. Es la lectura orante, la lectura vivida, la que trae la interpretación auténtica del texto, lo que a veces se traduce en enseñanzas magisteriales, aunque las más de las veces permanece como "interpretación vivida".
Estoy convencido de que el fracaso de muchísimos creyentes al intentar leer la Biblia es una cuestión de expectativas: se va a buscar en ella algo que no hay allí, y no se llega a ver y a disfrutar -¡sí, a disfrutar!- lo que allí hay. La Biblia, aunque sea la palabra de Dios, es un texto, no está por fuera de lo que podemos encontrar en un texto. Esto, que parece tan obvio, no debemos olvidarlo en ningún momento, so pena de creer que rigen en ella leyes distintas de las que encontramos en otros millones de textos de los que tenemos experiencia.
Porque aunque la Biblia es difícil por muchos motivos, corremos con una gran ventaja: ¡somos seres de lenguaje, y la Biblia es lenguaje! Tenemos acumulada toda una vida de experiencia en el lenguaje; gracias a esa experiencia leemos un periódico, y aun con lo mal escritos que vienen desde hace unos años, comprendemos; somos capaces de decodificar todo un pensamiento a partir de solo 140 carcteres, o somos capaces de captar inmediatamente las sutilezas de un chiste; escuchamos un texto y podemos decir exactamente si se trata de un modo directo, irónico, si expresa afecto o rabia, etc... ¿cómo no vamos a ser capaces de decodificar el texto bíblico, que es, antes que nada, un texto?
No fallamos en los demás textos, pero en la Biblia sí, ¿por qué? posiblemente por varios motivos, pero el principal: porque no buscamos lo que ella tiene para dar, y buscamos lo que allí no hay. Lo que tenemos que buscar en ella es lo mismo que tenemos que buscar en cualquier otro texto: la verdad del texto.
La verdad de un texto, de cualquier texto, es lo que ese texto tiene para decir, más allá de los recursos por medio de los cuales lo dice, y que pueden confundirnos. Apreciar la verdad de un texto implica conocer y familiarizarse con ese texto, implica un contacto sostenido en el tiempo. Percibir la verdad de un texto es volvernos sensibles al mundo en el que habla ese texto.
Uno de los signos que nos indican que estamos a la luz de la verdad de un texto, es que percibimos que no podemos decir eso mismo de otra manera, es decir, cuando nos dejamos de buscar "el mensaje", "lo que quiere decir", y pasamos a apreciar lo que dice, y cómo lo dice. Hallar la verdad del texto hace imprescindible al texto; cuando sentimos que hemos llegado a lo que el texto "quiere decir" y eso nos evita leerlo de nuevo... es que hemos equivocado el rumbo. La Biblia (y cada uno de los textos que la componen) no "tiene" mensaje: es ella el mensaje, y el mensajero.
La utilización teológica del texto bíblico es habitual, y no habría teología si no se partiera de lo que se llama el "dato bíblico"; pero lamentablemente, a lo largo de algunos siglos se practicó una forma de lectura exclusivamente teológica, como si la Biblia fuera una especie de reservorio de "afirmaciones teológicas", una suerte de "base de datos de Dios". El propio sistema de división en versículos realizado en el medioevo, si bien es muy práctico para encontrar textos, nos habla de hasta qué punto fue dejada de lado la narratividad de la Biblia: lo importante era la afirmación, la frase lapidaria, la cita genial, el argumento rotundo.
Deformación y empobrecimiento de esa utilización teológica es la actual lectura "fundamentalista" que está mucho más extendida de lo que a primera vista parece: no es algo privativo de las sectas, sino que la practica todo aquel que utiliza la fraseología bíblica no como fuente de lectura, meditación y de acceso al contanto personal con el Dios que se manifiesta en ella, sino para "tener argumentos" religiosos.
Es casi cómico que los mismos cristianos que despotrican contra la lectura fundamentalista del Corán por parte de los musulmanes, luego van a la Biblia y practican el mismo tipo de lectura, ¡gracias a Dios esos cristianos suelen leer sólo el Nuevo Testamento! ¿qué pasaría si, con ese método de lectura, leyeran también el Antiguo, donde tanto se practica la "guerra santa"?
Un tercer enfoque incorrecto de la verdad del texto es la actitud lectora que, desengañada con las lecturas literalistas, y obnubilada con los avances del conocimiento humano, cree que la Biblia debe ser arrumbada, o a lo más venerada como una sacra reliquia de tiempos pasados, escrita para "mentes sencillas". Es verdad que en tiempos pasados se leyó -pongamos por caso- Génesis 1 como una cosmogonía, como un relato científicio del origen del universo, superado literalmente por los avances en el conocimiento físico, pero eso no implica que se haya abolido la verdad de ese texto, y que no necesitemos que se nos proclame algo que ningún conocimiento físico nos puede dar: por ejemplo, el descubrimiento de que "todo era bueno" (aunque esto, desde luego, no agota la verdad de ese texto).
La verdad del texto no es el "mensaje" -con el que me puedo quedar y tirar el texto- ni es la frase suelta utilizable como argumento teológico, ni es la literalidad desnuda en choque con otras formas de conocimiento de la realidad. La verdad del texto bíblico no me da un "conocimiento alternativo" de las cosas, de modo que yo pueda llegar a conocer con facilidad lo que al resto de la humanidad le resulta difícil y arduo. La verdad del texto bíblico se me da en él y sólo en contacto con él, de tal modo que quien la lee y entra en su círculo lee en ella su propio ser, como miembro escogido por Dios para integrar su pueblo: el pueblo de Abraham, de Isaac, de Jacob, llevado al límite de su plenitud con y en Jesús, y del cual el lector es invitado a formar parte. En definitiva, la Biblia no nos entrega "verdades" sino que nos enseña a ser un "hombre bíblico". El hombre biblico ve en la realidad más que los demás, ve lo que todos, y un poco más, aleccionado por la propia mirada bíblica, de la cual aprende. Volviendo al ejemplo anterior de Génesis 1, el hombre bíblico no discute si bigbang, bigpunch o crunchcrunch, pero aprende a ver en el propio origen de todo, el despliegue de una bondad y de un amor que forma parte de la esencia de los seres y que condiciona, por lo tanto, el modo como se acerca a la creación y tiene trato con ella.
Quien la lea buscando "datos" o "argumentos" religiosos, se encontrará con un libro sellado, un libro que se nos niega una y otra vez.
Leemos la Biblia para aprender a escuchar una llamada, para entrenar el oído y ejercitarnos en el "modus operandi" de Dios. "La fe viene de oír", dice san Pablo, resumiendo en esas palabras una comprensión que recorre la Biblia entera: Dios obra en la historia, y creer en eso es aprender a escuchar en lo que nos rodea la historia de Dios. La Biblia es el aprendizaje de esa historia.
Por tanto lo primero que debemos hacer si queremos entrar en este camino, es recibir la Biblia como una unidad, no como una suma de textos sueltos, ni segregar el Antiguo Testamento porque "ya pasó", porque en realidad no pasó: cuando Jesús explica a los discípulos, camino de Emaús, las Escrituras, les explica el Antiguo Testamento, y cuando proclama en la sinagoga de Cafarnaum que en él ha llegado el Reino de Dios, lo hace con un texto del Antiguo Testamento. El nombre de "antiguo" es un arma de doble filo, y tendemos a querer segregarlo y aislarlo, en favor del Nuevo, que contiene "lo importante". Sin embargo, sin el Antiguo, el Nuevo nace muerto, y se nos cierra a la comprensión. La Biblia es una, y toda ella es la historia de Dios en la historia de los hombres.
La segunda conquista en el camino a la verdad del texto bíblico, es cambiar lo que buscamos al leer el texto: no buscar "verdades" ni "revelaciones", ni "frases geniales", ni mucho menos "argumentos para demostrar". ¿Por qué nos gusta conversar con los que amamos? ¿para escuchar "cosas nuevas"? habitualmente lo que tienen para decirnos o lo sabemos o, merced a ese conocimiento intuitivo que da el amor, lo podemos suponer. Conversamos para conversar, para tener el gusto de escuchar al otro; "¡La voz de mi amado que llama!", dice Cantar 5,2. No "el argumento de mi amado", ni "la frase suelta de mi amado", ni siquiera "la afirmación de mi amado", sino "la voz". Ponerse en camino de la verdad del texto bíblico es tan simple como eso: aprender a escuchar una voz. Una voz que habla en infinidad de voces, las de los personajes, las situaciones, los narradores, sus contextos culturales diversos, sus diversas situaciones históricas, etc. Y como si fuéramos en el metro de una ciudad populosa, el contacto con la voz de Dios en la Biblia nos enseña a escuchar esa voz única en el maremagnum de las voces diversas entre las que parece desdibujarse. La segunda conquista es, entonces, tan solo leer, aparcar otras expectativas, estar atentos al lenguaje y la expresión, más que al "mensaje".
Como es poco frecuente que el lector corriente tenga acceso a los idiomas originales, no está demás leer un mismo texto en dos o tres traducciones distintas, para hacernos capaces de abstraer la expresión del traductor, y hacernos sensibles a aquello a lo que la expresión traducida apunta.
La tercera conquista en el camino de la verdad del texto bíblico es volvernos capaces de reconocer el modo propio de hablar de cada texto, lo que técnicamente es su "género literario". La Biblia, como libro extensísimo y escrito a lo largo de mucho tiempo, en etapas culturales diversas y por autores diversos, que no trabajaron con un "plan narrativo" preestablecido, contiene textos muy distintos unos de otros. No llegamos a la verdad del texto si pretendemos leerlos todos de la misma manera: hay poemas y prosas, hay cuentos, fábulas, historias y leyes, hay apotegmas, parábolas y visiones, y cada una lleva su propia forma de enfocarse. Este tema es de por sí muy extenso, y fundamental, por eso remito a un artículo mío dedicado específicamente a él ("¿Qué es un «género literario»? ¿cómo se relaciona con la Biblia?"). Sin percibir el modo propio de hablar de cada texto de los que componen la Biblia, no seremos capaces de llegar a la verdad del texto.
La cuarta conquista es ir percibiendo las relaciones entre textos: relaciones a veces conscientes (es decir, planificadas por alguien, por ejemplo cuando un autor cita a otro), pero las más de las veces inconscientes: los escritores bíblicos están imbuidos de lenguaje bíblico, y escriben a la sombra de ese lenguaje. Percibir ese entramado, esa red de lenguaje, es uno de los más fructíferos y a la vez bellos modos de leer la Biblia. La unidad de la Biblia -aquello que debíamos poner como premisa de nuestra lectura- tiene mucho que ver con este entramado de lenguaje.
No se piense que todas las relaciones entre los textos son de "promesa-cumplimiento". Es verdad que en el Antiguo Testamento hay "promesas" que en el Nuevo Testamento se "cumplen". Pero no se trata de ir marcando qué cosas en el Antiguo se han "cumplido" en el Nuevo, y cuáles "no se cumplieron aun", sino de ir encontrando en cada parte de la Biblia (antiguo y nuevo) "figuras", "moldes", que se repiten, que reaparecen, a veces modificados, a veces releídos. Por ejemplo, un buen ejercicio es tomar una palabra fundamental, como puede ser "montaña", y ver cuántas cosas tienen que ver con una montaña, en toda la Biblia: en ella se revela Dios, pero también en ella se peca contra Dios, en ella Jesús da su nueva ley, e incluso la ciudad santa está en al cima de una monte; sin embargo una gran promesa es allanar los montes... las palabras e imágenes de la Biblia son siempre de doble dirección, nunca son unívocas: debemos volvernos sensibles a esas resonancias.
Como se ve por todo esto, comenzar a tomar contacto con la Biblia, comenzar a conocerla no implica tanto saber "muchas cosas" acerca de la Biblia, sino aproximarnos a su texto, leerla, familiarizarse con ella. En ese camino sí adquiere sentido estudiar muchas cosas sobre ella, como ser la historia de su composición, y todos los demás aspectos, que no deben desgajarse nunca de la lectura concreta, del contacto vital de un lector con un texto.
A mi me parece que lo primero y fundamental es saber que lo primero que "dice" la Biblia es lo que dicen y expresan las palabras en el texto y en su contexto. Después "escrutar" las escrituras" es como hacer un viaje hacia la tierra prometida a que se pretende acceder e ir descubriendo todas sus rutas.