En Romanos 8:16, Pablo establece la estrategia divina: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con Él, estaremos también glorificados con Él.»
Esto significa que a partir de dicha Estrategia Divina, compartimos un poder común, el mismo que no es dado unilateralmente por Dios. Este hecho puede ser visto igual que el acontecimiento de Pentecostes (Hechos 2:1-13) y también como la Concepción de María, algo «hecho a nosotros», algo respecto a lo cual nosotros no podemos hacer más que permitir y disfrutar ese don de poder.
Para acortar la brecha infinita entre lo divino y lo humano, la agenda de Dios consiste en plantar un poco de Dios, el Espíritu Santo, justo dentro de nosotros! (Jeremías 31:31-34;. Juan 14:16 ff). Este es el verdadero significado del «nuevo» pacto, y la sustitución de nuestros «corazones de piedra con un corazón de carne» que prometió Ezequiel (36:25-26). ¿No es esto maravilloso? Yo diría que la Divina presencia de Dios en mi alma es el punto que diferencia la autentica espiritualidad cristiana de todas las demás (ver R. Rohr. Things Hidden: Scripture as Spirituality (p. 97). St. Anthony Messenger Press. Kindle Edition).
Los místicos y los que, como Moisés (Éxodo 33:12-23 [1]), Jesús (Juan 5:19-20 [2]), y Juan el Divino (1 Juan 1:1-3 [3]) que personalmente profesan conocer a Dios, siempre son conscientes de que han sido cómplices de un secreto de amor grande y maravilloso.
Nadie que no haya experimentado un diálogo interno, es decir, algún tipo de relación yo-TÚ, llamaría a estas personas presuntuosas, emocionales, tontas, o incluso arrogantes. ¿Cómo se atreven a proclamar que tienen una unión real con lo divino? Pero esto es sin duda «el secreto de Dios, en el que todas las joyas de la sabiduría y del conocimiento están escondidos» (Colosenses 2:2-3 [4]). Los cristianos sabemos que «el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no puede conocer a Dios, porque Dios es amor» (1 Juan 4:7-8 [5]). Tal increíble, pero muy pocas veces citada frase, te hace partícipe del gran secreto y también hace que este sea universal y accesible a todos.
En estas ideas convergen muchos hombres de espíritu cristiano; por ejemplo, el P. José Kentenich, fundador del movimiento de Schönstatt, se cuestionó durante mucho tiempo respecto a la concepción vigente sobre el amor a Dios. Dios era visto como un espíritu o como una idea. De esa visión se derivaba un amor a Dios totalmente impersonal, un culto a las ideas unilateral y ajeno a la vida, era señal de una afectividad cegada, era carencia de naturalidad chispeante, de madurez, era prueba de una gran dosis de masificación impersonal que no lograba decir «yo» de manera consciente y clara, prefiriendo en cambio la forma impersonal «ello», por lo cual predisponía al ideismo y a las ideas obsesivas siempre y cuando la vida no generara oportunamente un cambio.
Gradualmente, pero especialmente durante el destierro, se dio cuenta de la unilateralidad de esa actitud y se fue convirtiendo cada vez más en una persona capaz de amor personal. El decía que se lamentaba no haber hecho muchos progresos en cuanto a una experiencia personal de Dios. Decía que según sea tu imagen de Dios, así será también la imagen del hombre y la de uno mismo: «...a una despersonalización de Dios, le sigue irremediablemente una despersonalización del prójimo y de uno mismo» (P. Heriberto King «El Dios de la Vida»).