La tarea de dirigir, o de pastorear la Iglesia es algo que se cumple en el colegio episcopal, que incluye al Papa como su líder, o "primero entre iguales". SS Benedicto XVI ha expresado esto de diversos modos y en particular, en el diseño de su escudo papal.
La visión de Vaticano II fue la de un gobierno compartido entre los obispos y el Papa que en todo caso se daría en un senado episcopal o "Sínodo". Los primeros sínodos episcopales que se dieron después del Concilio demostraron este propósito en marcha. Luego ha podido más la línea del menor esfuerzo y los sínodos se han limitado a simplemente endosar los documentos ya preparados de antemano.
Como en los primeros siglos del cristianismo, cada obispo es "vicario de Cristo" en la tierra. La Iglesia está allí donde está la comunidad en torno al obispo, como enfatizara San Ignacio de Antioquia en sus cartas. De ese modo está la Iglesia ante el mundo como comunidad colegial de los obispos con el Papa.
Este tema quedó magistralmente aclarado cuando se le propuso la siguiente cuestión a los padres conciliares, durante la segunda sesión del Concilio Vaticano II, en el contexto de la discusión del esquema sobre la Iglesia: "¿Es el colegio de los obispos el sucesor del colegio de los apóstoles y tiene la responsabilidad de propagar el evangelio, de santificar el mundo y dirigir a los fieles y tiene este cuerpo episcopal, junto con el Papa pero nunca sin el Papa, el poder completo y suficiente sobre toda la Iglesia?" Los padres conciliares respondieron con una afirmativa, con 1,808 (81%)votos a favor y 336 (19%)votos en contra, muy por encima de dos tercios de los padres votantes.
En modo alguno se pretendía suplantar la autoridad papal; pero tampoco se quería que el Papa suplantase la autoridad episcopal. Cada oficio tiene su carisma en la Iglesia; pronto se vería que los mismos laicos tienen su misión y su responsabilidad de compartir la tarea de la evangelización y santificación del mundo. Sólo que, como en el Cuerpo Místico, cada parte tiene algo propio para aportar, de acuerdo a su gestión particular, lo que le viene por la inspiración del Espíritu.
Desde el punto de vista cristiano, no tiene sentido visualizar la Iglesia en términos de diversas jurisdicciones o de competencias entre sectores o de celos y recelos y forcejeos de poder, o de división de autoridad. Hemos de visualizar la realidad Papa–episcopado–Pueblo de Dios en términos de comunión y de misterio, es decir, como apuntado antes, en términos de la Iglesia como Dios con nosotros.
El episcopado y la primacía papal son ministerios, oficios, trabajo de servicio en subordinación al misterio de Dios presente en la comunidad eclesial. En cuanto se concibe el episcopado como jerarquía y en términos de ejercicio de autoridad y de poder o de dominio de unos sobre otros, se oscurece el verdadero sentido cristiano del servicio ministerial. Encontramos en San Pablo, II Corintios 1:24: "No es que pretendamos mandar sobre vuestra fe, sino que trabajamos con ustedes para vuestra dicha".
En este enfoque vemos cómo el enfoque pastoral de Vaticano II no consistió en revestir la tradición jurídica y filosófica de un lenguaje o unas imágenes "modernas", sino de reenfocar los temas a la luz del evangelio y la más auténtica tradición cristiana.
Algunos han pensado que la colegialidad de los obispos es algo que solamente se da en un concilio ecuménico como el que se dio con Vaticano II. El resto del tiempo los obispos siguen subordinados en todo a la Santa Sede y no tienen responsabilidad moral alguna sobre la totalidad de la Iglesia. Esa responsabilidad de pastorear a toda la Iglesia le corresponde a la Santa Sede.
Nótese cómo aquí el tema de la colegialidad es planteado en términos jurídicos: hasta dónde llega la autoridad y la responsabilidad de cada uno. Dentro de esta visión de las cosas la autoridad diocesana de los obispos les viene delegada por la Santa Sede. Por eso es que sólo en un concilio convocado por el Papa pueden los obispos ejercer esa autoridad implícitamente delegada en ellos en virtud de la convocatoria. Cada obispo entonces tendría una vinculación vertical e individual con la Santa Sede, en una relación piramidal. Jurídicamente, no tendría sentido pensar en vínculos horizontales entre los obispos.
Pero eso no es lo que encontramos en los evangelios, en el Nuevo Testamento y en los Santos Padres de los primeros siglos del cristianismo. Cristo pone a Pedro como líder y base fundacional del grupo, pero la misión evangelizadora se la da a todos por igual. Esto es lo que se ve en la práctica en Hechos de los Apóstoles, lo mismo que en los testimonios que nos llegan de los primeros trescientos años de la Iglesia.
El líder de la comunidad de Jerusalén fue Santiago y no Pedro. Pablo se siente que tiene que pedirle permiso a la comunidad de Jerusalén y a Pedro junto con ellos, para validar sus posiciones pastorales y teológicas. En un momento dado Pablo le recrimina a Pedro su ambivalencia pública respecto a la controversia sobre las prácticas judías y los nuevos cristianos. La vacilación o indecisión de Pedro implica que el Espíritu Santo tuvo dificultades para que él viera la verdad y pudiera practicar lo que se puede llamar el carisma de la infalibilidad. En todo caso se nota que el episodio de la recriminación era de conocimiento público.
Al evocar el criterio de los primeros tiempos del cristianismo podemos apreciar que el Concilio no pretendió plantear una doctrina nueva como subrayan algunos. Pero sí planteó algo nuevo, como plantean otros; algo nuevo respecto a lo que se dio durante los siglos inmediatamente anteriores al siglo 20. La continuidad del Concilio Vaticano II no fue con lo que se dio bajo los pontificados de los últimos ciento cincuenta años, sino que es una continuidad con lo más antiguo y por lo tanto lo más auténtico de nuestro cristianismo como "Tradición".
El ministerio de los obispos no les viene por encomienda papal, sino que les viene de labios del mismo Jesús, cuando mandó a los apóstoles y a sus discípulos a predicar el evangelio por todo el mundo. Por eso la tarea de la evangelización también le corresponde a todos los cristianos, incluyendo a los laicos.
Cristo dio efectivamente a sus apóstoles (y por tanto, a los sucesores de los apóstoles) la misión de enseñar, santificar y regir a los fieles. Esto se toma tanto a título personal de cada uno, como a título colectivo, como se ve en Hechos de los Apóstoles y las epístolas de San Pablo. La ordenación al episcopado también conlleva el carácter colegial de su misión. Por eso es que el Papa, sucesor de Pedro, es primus inter pares, el primero entre iguales.
Esta noción de colegialidad también la encontramos en los escritos de los Santos Padres, como lo vemos en el estudio de Johann Adam Möhler, Die Einheit in der Kirche. De hecho es una expresión de la catolicidad de la Iglesia, como lo vemos en el Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia (AG)§38: "Todos los obispos, como miembros del cuerpo episcopal, sucesor del colegio de los apóstoles, están consagrados no sólo para una diócesis, sino para la salvación de todo el mundo".