Pío XII insiste en la ya mencionada Divino Afflante Spiritu (nn 23, 24, 25) -y a partir de allí se hace lugar común del magisterio bíblico- en la importancia de determinar con exactitud el género literario del texto bíblico a interpretar.
Esta noción de «género literario» es algo común a cualquier estudio literario -no sólo de la Biblia-, así que cualquier estudiante que haya cursado literatura en el colegio, debería ser capaz de tener aunque sea una noción básica de lo que es un género literario, e incluso poder distinguir unos cuantos. Sin embargo no parece que ocurra así, e incluso en algunos textos de aproximación a la Biblia que he visto en web se puede leer una frase disparatada como «hay que tener en cuenta que los textos de la Biblia también pueden ser géneros literarios»... no, el género literario no es una cosa que un texto es, o puede ser (si le apetece), como si dijéramos que es largo, es corto, está bien o mal escrito, etc. El género literario es algo que un texto tiene, o a lo que un texto (cualquier texto) pertenece: tal texto pertenece al conjunto de los textos que llamamos «poéticos», tal otro pertenece al género «dramático», tal relato es una «parábola» (es decir, pertenece al conjunto de las parábolas), etc.
Eso es el género literario: el tipo, la clase de texto a la que pertenece un texto concreto.
Parece increíble que hayamos tardado veinte siglos en descubrir que lo primero que hay que preguntarle a un texto de la Biblia es a qué género literario pertenece.
Sí... vagamente. Naturalmente que en cuanto a la lectura bíblica no se les escapaba que había textos que podían tomarse en sentido llano, y otros que representaban «modos de decir», que implicaban aspectos retóricos como metáforas, comparaciones, amplificaciones, etc. Sin embargo, a pesar del gran conocimiento literario de muchos de los grandes intérpretes (como un san Jerónimo, un san Agustín -profesor él mismo de retórica- y otros), no se valoró la comparación entre el texto bíblico y todos los demás textos, podemos decir que acentuaron más la diferencia entre la Biblia -palabra de Dios- y la literatura -palabras de hombres-, que la semejanza de ser todas ellas textos.
En muchos casos eso representó un verdadero lastre en la interpretación de algunos textos: se partía de la base de que dos textos que hablaran de lo mismo no podían estar en desacuerdo en sus datos, y por tanto, cuando saltaban a la vista los desacuerdos (¡y los hay en cantidad!) elaboraban complicadas teorías para mostrar que lo que parecía un desacuerdo no lo era, en lugar de aceptar lo más obvio: puede haber un desacuerdo entre los datos que da un texto, si esos datos no son lo que el texto quiere transmitir. Ya tendremos ocasión de hablar más in extenso de esta sistematica «armonización» de los datos bíblicos, realizada en especial en los evangelios, y cuyo exponente de posiblemente mayor influencia en la historia de la lectura bíblica popular haya sido la obra de san Agustín «De consensu evangelistarum» (Acerca de la concordancia de los evangelistas), cuyas respuestas apologéticas estuvieron vigentes en el catolicismo hasta bien entrado el siglo XX.
La entrada de las teorías literarias en la lectura de la Biblia se produce a mediados del siglo XIX, con la escuela «histórico crítica», a partir de la cual se comenzó a estudiar con tal minuciosidad la textura humana de la Biblia, que surgieron una tras otras nuevas riquezas -y nuevos métodos para extraerlas- de las que en muchos siglos no se había tenido la más minima conciencia.
Como señalé más arriba, un género literario es un molde expresivo, un tipo de texto, que se realiza en textos concretos, por ejemplo, poesía, drama, prosa ficcional, prosa descriptiva, ensayo, etc. A su vez, cada uno de estos puede subdividirse en muchas variantes, por ejemplo: la poesía puede distinguirse por su «tono» y temas en épica, lírica y otras, pero también puede dividirse por su forma, e incluso por su función. Si tomamos el gran género de la ficción en prosa, no podemos menos que distinguir novelas, cuentos breves, cuentos largos, y muchos otros géneros que van surgiendo, ¡o que han desaparecido!
Conocer el género nos ayuda a evaluar la «verdad» de ese texto, es decir, su sentido. Este aspecto es posiblemente el más importante: la «verdad» de un texto no quiere decir si lo que ese texto dice existe o no en la realidad exterior, eso sólo es importante en géneros cuya validez proviene de la comparación con la realidad exterior. La «verdad» de un texto es su sentido, aquello que el texto realmente dice, más allá de lo que «parezca» decir.
«La Luna es el único satélite natural de la Tierra. Con un diámetro de 3476 km es el quinto satélite más grande del Sistema Solar, mientras que en cuanto al tamaño proporcional respecto de su planeta es el satélite más grande: un cuarto del diámetro de la Tierra y 1/81 de su masa.»
Así comienza el artículo descriptivo sobre la luna en la conocida Wikipedia. La «verdad» de este texto requiere de la comparación punto a punto entre lo que dice, y la realidad exterior. Para que este texto sea verdadero, tiene que ocurrir que:
-La luna sea un satélite natural, y sea el único de la tierra.
-Que su diámetro sea de 3476Km
-Que en comparación con los otros satélites naturales del sistema solar, sea el quinto más grande.
-etc....
Como se ve, la verdad de este texto no está en sí mismo, sino que requiere ser validado exteriormente. En realidad, tratándose de una enciclopedia -que es un género literario- tampoco es del todo cierto que la verdad del texto esté en la validez de los datos, en realidad la verdad del texto está en que se hayan utilizado fuentes comúnmente aceptadas por la comunidad científica, que se indiquen los posibles desacuerdos, y se haya utilizado esas fuentes de manera experta, es decir: sintetizando los datos originales, sin tergiversarlos.
Ahora veamos otro texto que también habla sobre la luna:
«La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira, mira.
El niño la está mirando.
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.»
Cualquiera, sin necesidad de gran instrucción literaria, se da cuenta que la «verdad» del poema de Lorca no depende de que la luna tenga un polisón de nardos, viaje de aquí para allá por el espacio, tenga brazos, senos de estaño, etc. Se trata de una poesía, y la poesía tiene su propia «verdad», que no es la misma que la «verdad» de una enciclopedia científica.
Se me podría reprochar que no hace falta grandes teorías para esto, no era necesario más que leer con «sentido común». Y sin embargo... vamos a un texto del evangelio que también habla de la luna:
«Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos serán sacudidas.» (Mateo 24,29)
¿Debemos entender esto al modo de la Wikipedia, como la descripción realista de un conjunto de fenómenos futuros, validables cuando ocurran, o al modo de la poesía de Lorca, como la poetización de un sentimiento, un estado de ánimo, o una situación vista bajo el prisma de una intensa subjetividad?
Por supuesto, puede haber otras opciones más aparte de estos extremos, pero lo que es importante tener en claro, es que hasta que no sepamos de qué clase es el texto en el que aparece esa frase de Jesús, no podremos decidir fundadamente cómo debe ser leída, cuál es su «verdad».
En este caso concreto, la frase pertenece a un discurso escatológico, de género apocalíptico, un género caído en desuso, pero de mucha importancia en la literatura judía de época de Jesús, y cuyas reglas de lectura conviene conocer bien antes de ponerse a tomar como descripciones o como «visiones del futuro» lo que en la mayor parte de los casos son auxiliares literarios para situar el tema del que está hablando, que en este caso es aprender a leer en la realidad que nos rodea el juicio de Dios.
El género literario es la primera determinación del texto como unidad de sentido; el género nos brinda una «precomprensión» del sentido, de manera que no vamos completamente desprovistos y en blanco a leer el texto: en cuanto nos enteramos de su género, podemos de antemano, y sin haberlo leído todavía, tener una cierta idea de lo que podemos esperar, de cómo evaluar sus datos.
Ningún autor escribe desde cero cero cero, siempre escribe en un contexto de precomprensión de la comunidad a la que se dirige. Pasa con el género al nivel del texto, como con el idioma al nivel de la frase: cuando hablamos, no lo hacemos inventando de raíz lo que decimos... ¡nadie nos entendería! al contrario, usamos una convención preexistente, el idioma, cuyas unidades combinamos de maneras convencionales, para expresar lo que cada uno de nosotros quiere decir. Ese idioma tiene sus propias exigencias, nos permite hablar de un modo o de otro, nos permite disponer las palabras de tal forma o de tal otra: no podemos combinarlas de cualquier manera, por muy «mío» que sea lo que quiero decir. Para poder decir lo que es mío, necesito algo que sea de todos.
En el nivel de las unidades de texto, ese patrimonio común son los géneros literarios, moldes de sentido, como indiqué más arriba, pero que ahora podemos entender por qué es imposible que un texto carezca de género, es como si pretendiéramos que una frase estuviera dicha «en ningún idioma»: simplemente no existiría.
Sigamos con la comparación del idioma. Supongamos que digo la frase:
«Alberto y yo fuimos a nadar»
No hace falta demasiado para intepretar la frase, sin embargo, alguien que conociera nuestro idioma superficialmente, podría pensar: «mira qué humilde es, se puso en segundo lugar». El realidad, el lugar del «yo» en esa frase no está determinado por ninguna virtud moral, sino por exigencias de la sintaxis: es la sintaxis, el orden requerido de las palabras, lo que determina que en una enumeración de sujetos donde interviene el hablante, este se ubique último. Quizás en su origen eso tenía que ver con la humildad, pero ciertamente que hoy, cuando organizamos nuestras frases, nadie lo dice por humildad, sino porque el idioma lo exige.
Ahora bien, si yo dijera «Yo y Alberto fuimos a nadar», todos entenderían que, o bien utilicé equivocadamente el idioma, o bien a través de esa alteración estoy tratando de decir algo, por ejemplo, de enfatizar que he sido yo y no otro.
Cuando conozco el funcionamiento de la sintaxis puedo evaluar no sólo qué cosas dice una frase porque lo requiere la sintaxis y qué cosas dice porque son la intención del hablante, sino que puedo evaluar también cuándo un cambio en lo esperado puede ser importante.
Una carta, por ejemplo, empieza casi siempre con una fórmula de afecto -«estimado...», «querida...», «apreciados...», etc.-. Esa «fórmula de afecto» no expresa necesariamente afecto; podría ser que quien escribe la carta realmente estime a su destinatario, pero la fórmula no se usa por eso: es una convención del género. Así que si yo encuentro en una carta que alguien me dice "Estimado Abel...", no sacaré la conclusión de que esa persona me estima, sólo sacaré la conclusión de que estoy por empezar una carta. En cambio si esa persona me escribe "Detestado Abel...", en ese caso sí que puedo sacar la conclusión de que esa persona no me aprecia, precisamente porque rompió las convenciones del género.
Entonces, al conocer el género, lo que conozco es un conjunto de convenciones que me dan ciertas pistas acerca de la orientación interpretativa que puedo darle a ese texto, a la vez que quedo habilitado para percibir aquello en lo que el texto se aparta de la convención, e incluso la da vuelta. Sin olvidar que lo que realmente son convenciones del género, puede que no signifiquen realmente nada, que estén allí sólo para indicar a qué género pertenece el texto.
Cuando nosotros hoy leemos un texto, tenemos normalmente muchas «marcas» para poder anoticiarnos de su género. Antes de que hayamos leído una línea de una novela, podemos ya saber que se trata de una novela; los periódicos, por ejemplo, vienen con delimitaciones formales visibles para separar lo que son las páginas de información de las que son de opinión (aunque todos sepamos que los periódicos mezclan también mucha opinión en la información).
Naturalmente, las consecuencias en cuanto a evaluación de la realidad que nos rodea son distintas si los datos los tomamos de una novela, de una crónica, de una opinión o de un chiste, aunque los cuatro géneros hablen de lo mismo.
El problema fundamental con el que nos enfrentamos en la Biblia, es que no viene con manual de instrucciones: no tenemos forma de pre-ver de qué género es el fragmento que leemos. El mismo nombre de «Biblia», que significa en griego algo así como «la pequeña biblioteca», nos indica que estamos ante escritos distintos entre sí. El desconocimiento de los géneros y la práctica de usar la Biblia como una especie de cajón de argumentos teológicos ha hecho, sin embargo, que igualáramos todos, de modo que prácticamente leemos toda la Biblia como si se tratara del mismo género.
Para abundar, el género en el que ha quedado todo igualado es el de la crónica histórica, de modo que le pedimos a todos los textos que sean validables externamente, como si se tratara siempre y en toda ocasión de una descripción de hechos sucedidos, vistos asépticamente. Nos da igual que sea una serpiente o una burra charlatanas, la coronación de un rey, un milagro en una boda, o la resurrección de Jesús: de todos los relatos nos hemos hecho la expectativa de que son obra de un cronista, que cuenta simplemente «lo que ocurrió», de tal modo que cuando vamos a confrontar con lo externo (la arqueología, la historia, o la simple comparación con lo probable y lo posible) no acertamos a entender por qué no cuadra.
Un clásico ejemplo es el precioso librito de Jonás: se trata de una parábola acerca de la fidelidad, la universalidad del llamado a la conversión, la incomprensible misericordia divina, etc. Su personaje es un profeta, Jonás. Eso no significa que sea un libro profético; fue más bien por un cierto malentendido que terminó formando parte del grupo de «Los doce profetas menores», cuando su lugar estaba más entre las «narraciones edificantes» de Tobías, Judith, Ester y Rut (lo explico más extensamente aquí).
Jonás contiene el conocido episodio de la ballena, que se repite como un leitmotiv en muchas narraciones anteriores y posteriores a la de Jonás (incluido en la modernidad el cuento de Pinocho). El episodio no tiene más realidad que la que requiere el contexto didáctico, cuya enseñanza podríamos resumir así: cuando uno quiere ser dueño de su destino, termina a merced de fuerzas oscuras y poderosas, la alternativa a dejarnos conducir por Dios no es la autonomía, sino ser conducidos por los demonios.
No es necesario, por supuesto, que ningún cetáceo se haya realmente tragado a ningún profeta para entender eso... ¡y para experimentarlo! cualquier pecador sincero sabe que cuantas veces ha querido salirse de las manos del Padre, no ha conseguido más libertad sino menos, ha quedado a merced de sus propios monstruos... Sin embargo, el haber desoído algo tan obvio como es que Jonás pertenece al género de la parábola lleva a san Agustín a decir: «o no hemos de creer ningún milagro divino o bien que no hay causa alguna por la que no hayamos de creer este.» (Carta 102 a Deogracias, nn 31-32), dando por descontado que lo que cuenta la Escritura y no es posible en la realidad fáctica, necesariamente tiene que ser un milagro, ¿no podría ser una ficción didáctica, una parábola, un símbolo? no, milagro o hecho natural, no hay tercera opción... con la gran autoridad de san Agustín, se comprende que este tipo de apología estrecha haya dejado encerrada la comprensión católica de la Biblia por tanto tiempo.
Establecer el género literario de lo que estamos leyendo debe ser la primera tarea y la que esté en el fundamento de toda nuestra lectura. Ayudados por las notas de las Biblias y por introducciones y comentarios actualizados, debemos situarnos correctamente ante lo que vamos a leer en los evangelios.
El objetivo de leer la Biblia no es hacer de ella una colección de milagrerías sino buscar la verdad de Dios revelada en Cristo, por lo que cuando toca hechos, hechos, cuando toca milagros, milagros, cuando toca parábolas, parábolas, cuando toca símbolos, símbolos: leer la Biblia nos debe conducir a su verdad, en toda la variedad que ella implique.