Antiguamente se distinguía entre la «historia sagrada», contenida en la Biblia, y la historia profana o vulgar, proveniente de las fuentes históricas. Naturalmente que la sagrada se distinguía fundamentalmente por su fuente, Dios mismo, y por tanto por su grado de cuestionabilidad: lo que dijera de histórico la Biblia debía ser tomado como tal, so pena de hacer pasar por mentiroso a Dios mismo.
En este aspecto, se producían razonamientos curiosos, por ejemplo: Jesús utilizó la parábola de Jonás, con su fantástico monstruo marino en el que (como ocurre en otros relatos populares extrabíblicos) el héroe vive tres días y tres noches hasta que Dios lo libera, como una imagen simbólica de su propia resurrección. Eso, por supuesto, no confiere realidad histórica a Jonás; yo puedo decir: "me siento tentado por la suavidad de la música, como Ulises por el canto de las sirenas", y la frase sigue diciendo algo con sentido (acerca de mí), hayan existido o no Ulises y las sirenas. La realidad histórica de lo que estoy diciendo sobre mí, y que es lo que quiero comunicar, no se ve afectada por la realidad histórica del ejemplo literario que invoco. Todo esto lo sabemos intuitivamente, no necesitamos pensar demasiado, si no fuera porque en muchos casos se abandonan los sanos criterios de juicio al leer la Biblia. Así, un autor, refiriéndose a Jonás dirá: «negar aquí el milagro, no es ya ir solo contra el libro de Jonás, sino contra la palabra del mismo Jesucristo» (Biblia comentada de Mons. Straubinger, nota a Jonás 2,1).
Ya de por sí pretender que toda la Biblia tenga que decir todo de la misma manera, es una confusión sobre el género literario y sus leyes, pretender luego que ese género literario sea el histórico en el sentido de la narración de lo literalmente ocurrido, una nueva extralimitación, y si a esto se le suma la confusión entre «palabra de Dios» y «dictado de Dios», tenemos un cóctel explosivo que termina leyendo los evangelios (¡y toda la Biblia!) por lo que no es, y perdiéndose lo que es.
La distinción entre «historia sagrada» e «historia profana» sigue siendo necesaria y pertinente, pero no tiene que ver con los hechos sucedidos, sino con el modo como nos apropiamos y narramos esos hechos. En definitiva, la expresión de Grollemberg de la «historia como proclamación» no es sino retomar la cuestión de la «historia sagrada», pero en la perspectiva del primado de la narración, no del hecho.
Hay una historia que hacemos los hombres, esa historia es verdadera, es auténtica, la podemos razonablemente conocer, con las limitacines de las fuentes y métodos de acceso (es más fácil conocer la historia de Napoleón que la de Tutankamón); pero tras esa historia hay otra historia que está ocurriendo: la historia de Dios en el mundo del hombre, una «historia sagrada» que también está sucediendo ahora, pero cuyas claves de desciframiento no las tenemos en fuentes y métodos de acceso, sino que se nos enseñan en la propia Biblia, mostrándonos el «modus operandi» de Dios en nuestra historia.
Claro que para llegar a esa historia sagrada, tengo que estar atento a no confundir la historia sagrada con la profana, para lo cual es de enorme ayuda conocer cada vez más la profana.
Esto se aplica a la lectura de toda la Biblia, pero de manera eminente a la lectura de los evangelios: conocer la historia «biográfica» de Jesús me puede servir para poder distinguir qué aspectos de lo que me dicen los evangelios son simplemente «cuadro de situación», «pintura de época», y cuáles me están transmitiendo la persona sagrada de Jesús, la realización en él de la historia sagrada.
Lo que nunca podemos hacer es dar por supuesto que porque un acontecimiento está contado en la Biblia, ese acontecimiento ocurrió históricamente, y ocurrió tal cual lo narra la Biblia. No porque tengamos que ser con la Biblia más desconfiados que con los demás libros, sino porque la Biblia está al servicio de un interés comunicativo único, la historia como proclamación, al que subordina cualquier otro interés.
Por ejemplo, Jesús se levanta en la sinagoga de su pueblo y enseña. Según Lucas lo hizo luego de leer el rollo de Isaías (4,17); los otros evangelios no mencionan ese detalle, sólo que enseñó en la sinagoga. El pasaje de Lucas es el único en los evangelios en donde Jesús aparece leyendo. ¿Sabría Jesús leer?
Damos por supuesto que sí, apoyándonos en ese pasaje de san Lucas, pero quizás era analfabeto, y la referencia de Lucas tiene sólo el sentido de actualizar su figura para presentarla a sus lectores de formación más helénica. No va de suyo que Jesús supiera leer, ni resultaría una infidelidad histórica (en el nivel de la historia sagrada) mostrarlo leyendo si no sabía leer. Desde luego que porque fuera Dios no implica que supiera leer: lo sabría si alguien se lo enseñó, cosa que difícilmente podría haber hecho la Virgen, que casi con seguridad era ágrafa, como la mayoría de las mujeres de su cultura y época. Podría haberle enseñado san José, claro está, o cualquier hombre de la familia que supiera leer, podría haber ido a la sinagoga de Nazaret a aprender... si es que cuando Jesús era pequeño había sinagoga en Nazaret... ¡sabemos tan poco de la biografía de Jesús!
Los rasgos biográficos que los evangelios nos cuentan están siempre en función de la «historia como proclamación», y aunque casi con seguridad la imagen biográfica que nos hacemos a través de ella es acertada en muchos puntos, no la podemos dar por hecho... no sabemos realmente mucho sobre la historia cotidiana de Jesús.
Para saber de ella, lo que corresponde es estudiar históricamente su figura, y para ello los evangelios no son una fuente directa sino indirecta. Quien quiera saber la biografía de Jesús no lo tiene fácil: tiene que en realidad recurrir a las "reconstrucciones biográficas" que se vienen haciendo desde hace dos siglos, con mejor o peor resultado.
Naturalmente, no cualquier aventurado escrito histórico sobre Jesús vale como auténtica recontrucción biográfica... ¡se escribe tanta charlatanería! sin embargo lo que es seguro es que los evangelios no son la biografía de Jesús y que si queremos tener ésta, debemos arremangarnos para hacerla o buscarnos una bien hecha: la Escritura no nos la da servida.
La continua piedra en el camino de comprender las Escrituras, y en especial en poder reconocer en Jesús al Cristo de Dios es la cantidad de fantasías, prejuicios e imágenes inconscientes que llevamos al leer la Biblia.
Se cuenta que cuando estaban probando la ropa de Robert Powell para el Jesús de Nazaret de Zefirelli, la costurera, una señora mayor, lo miró vestido y exclamó: «¡ahora sí parece un Jesús!». Creo que tengo más probabilidades yo de parecerme a Jesús, que Robert Powell. Ojos celestes, pelo rubio rizado, barba cuidadísima... ¿a cuál de esos rasgos se referiría la buena mujer? Pero es verdad que llevamos a la lectura del evangelio muchísimas, no muchas, sino muchísimas imágenes prehechas, que está bien si nos ayudan a la imaginación, pero se convierten en una rémora en cuanto luchan por mantenerse a pesar de lo que estamos leyendo.
¿Quién no piensa en los «magos de oriente» que menciona Mateo 2,1 como «tres reyes» magos? En la tradición piadosa se identificaron con ese número ya desde el siglo IV, pero seguramente lo que ha hecho que se estabilizara en el saber común la cifra de tres fue la gran cantidad de representación de estos personajes en la iconografía cristiana. El detalle, desde luego, carece de importancia, pero nos sirve para ver hasta qué punto llevamos muy firmemente arraigadas representaciones ajenas a los evangelios, y que se nos superponen al leerlos, de tal modo que incluso podemos llegar a confundir esas representaciones pictóricas piadosas con la Tradición en el sentido teológico del término, es decir, con el pasar de generación en generación la inacabada tarea de mantener el estrecho vínculo de la fe con la Escritura.
Las tradiciones piadosas, de tan repetidas, se nos hacen saber común. Ese saber común, en cuanto se pierde su fuente, parece como si adquiriera más prestigio (de hecho, es más fuerte basarse en que "se dice", que basarse en que Carlos o Enrique dicen), y se vuelve un saber biográfico sobre Jesús, que termina sirviendo de soporte y guía de lectura y comprensión de los Evangelios. Y así, unos textos destinados a trascender la mirada biografista y penetrar en la siempre-novedad de un Jesús que es el Cristo de Dios, terminan atrapados en una red de presupuestos biográficos, venidos de vaya a saber dónde.
Una de las tareas más importantes cuando queremos realmente comprender los evangelios, es aprender a «limpiar» nuestra mirada histórica, aprender a contemplar la historia con todas sus dificultades de comprensión, de expresión, de lectura, aprender a ver en la historia no un conjunto de «hechos» fácilmente objetivables, sino la expresión del entramado de millones de existencias personales, que dan lugar a millones de relatos posibles de los mismos hechos, y que dejan abierta la pregunta no sólo por el sentido de esa historia, sino también por el lugar dispuesto en ella en el cual el propio Dios -que nos creó históricos- desea manifestarse.