Esta semana nos veremos inundados de relatos de pasión: hoy mismo, domingo de Ramos, leemos completa la pasión narrada por san Mateo, el viernes leeremos la de san Juan, además de ello, procesionaremos con imágenes que evocan aspectos de la pasión, rezaremos devociones como el Vía Crucis, Los siete dolores de María o Las siete últimas palabras de Cristo, escucharemos o leeremos sermones que hablan de la pasión, y todavía, si tenemos tiempo, veremos alguna película basada en la pasión.
El espíritu, como el paladar, también se estraga del exceso, y si de por sí la liturgia está esta semana casi al límite de lo apreciable, con todo lo que le hemos incorporado alrededor, corremos el peligro de que lo que nos narran los evangelios nos resbale ya, y nos resulte indiferente.
Un paladar estragado es un paladar que no percibe las diferencias, los matices, que come por comer y todo le da igual, con tal de que sea comer y comer. Para balancear un poco esto (y sin ánimo de aumentar con mi escrito la cantidad de «cosas a consumir») me gustaría partir de la simple pregunta: si los hechos que narran son, en definitiva, los mismos ¿qué aporta san Mateo que hace única su Pasión, igual en los hechos, pero distinta e imprescindible junto a la de Juan, de Marcos, de Lucas?
Si comparamos las cuatro pasiones, vemos que San Mateo sigue más de cerca el relato de la de san Marcos. Tanto la secuencia de escenas como la interpretación general (el acento en la soledad de Jesús), corresponden a Marcos, en quien casi todos los estudiosos reconocen hoy ser el primero en narrar la pasión de manera organizada, hacia los años 60 o poco más.
San Mateo aporta apenas dos escenas propias, que no se encuentran en los otros: el ahorcamiento de Judas y la custodia del sepulcro. Pero esto no basta para hablar de lo específico de la pasión según san Mateo, de lo que la hace insustituible y distinta respecto de las demás.
Empezamos a notar lo propio de san Mateo cuando atendemos a cómo él se preocupa por mostrar la pasión de Jesús en el horizonte de las imágenes del Antiguo Testamento. Por supuesto, esto no es único de él: en los cuatro late la comprensión de la pasión como un cumplimiento de profecías, y por tanto, en todos se muestran de una u otra manera cuáles son esas profecías. Pero en san Mateo eso está más acentuado. Por ejemplo, a san Mateo no le basta con que vagamente al lector le quede la impresión de que con la muerte de Jesús se entró en el tiempo escatológico del que hablaban los profetas, el pondrá literalmente -y es el único en esto- el símbolo de los muertos que resucitan y marchan hacia Jerusalén, en alusión a la profecía de los huesos secos de Ezequiel (Ez 37), símbolo lamentablemente ininteligible para nosotros al modo como lo narra san Mateo (ver mi artículo "¿De verdad que los muertos salieron de sus tumbas?").
Lo específico de san Mateo tenemos que buscarlo allí: en cómo él ha leído el Antiguo Testamento y ha puesto en transparencia algunas de sus escenas de modo que la pasión de Jesús se comprendiera a la luz de relatos más conocidos por sus lectores.
Lamentablemente la situación se ha invertido, y nosotros, cristianos, casi no conocemos el AT más que a muy grandes rasgos, por lo tanto muchos aspectos de lo que narra Mateo se nos oscurecen, precisamente porque la transparencia pretendida ya no funciona.
Si queremos comprender a fondo el relato de la pasión de san Mateo, conviene que leamos los capítulos de 2 Samuel 13 a 17. Se nos narra allí un episodio en la vida de David: su hijo Absalón se rebela contra él, y logra hacerse provisoriamente con el reino. David tiene que marchar al destierro con los que le quedan fieles de su corte, y no sólo lo rechazan los suyos, hasta parece que el propio Dios le envía un benjaminita, Semeí, que en el camino le tira piedras y lo maldice. Abandonado de Dios y de los hombres, David llora su destino.
Hay muchos puntos de coincidencia, por ejemplo, el lugar donde se detiene el grupo a llorar la tragedia (el Monte de los Olivos), la presencia de un traidor (Ajitófel), y su ahorcamiento final, la percepción de que este abandono no es sólo de los hombres sino también de Dios...
¿Por qué estas coincidencias? Todos sabemos que no conocemos nunca nada nuevo del todo, para conocer algo nuevo, necesitamos referirlo a algo ya conocido... ¡así funcionamos! San Mateo ha ido narrando la pasión de Jesús de modo que evocara en el lector la pasión de David, y por medio de ella la ha hecho inteligible. Nos permite también que saquemos una conclusión lógica: si David, el rey ungido por Dios, ha tenido que pasar por la frustración y el abandono de Dios y de los hombres, ¿no tendrá que pasarlo también Jesús, verdadero descendiente de David y llamado a realizar su reino de manera definitiva?
Este abandono y frustración, leídos en al perspectiva de David, contienen en germen la gran esperanza de que no falta mucho para que podamos, al igual que David, celebrar las misericordias de Dios y el triunfo de su bondad para con nosotros.