«No se lee en el Evangelio que el Señor dijese: Os envío el Paráclito para que os enseñe el curso del sol y de la luna. Quería hacer cristianos, no astrónomos.»
(San Agustín, Felix, 1,10)
La tónica general de lo que estudio y escribo, incluida la orientación de El Testigo Fiel, y algunas de sus secciones más emblemáticas, como el Santoral, tiene una impronta «crítica». Frecuentemente se encuentran en los textos distinciones como que tal aspecto (la autoría de un texto, la afirmación de que tal hecho es histórico, el nombre de un personaje, etc) no es un dato sino una leyenda, o que de tal afirmación no podemos estar del todo seguros porque las fuentes son tardías, etc. No se trata en ningún caso de cuestiones de fe, sin embargo puede molestar, y de hecho molesta, a algunos lectores que ven como amenazadas sus creencias espontaneas, a las que están habituados porque se han dicho «toda la vida», y que posiblemente en el fondo teman que lo mismo se pone en cuestión la evangelización de España por Santiago el Mayor, o el nombre de los abuelos de Jesús, que la venida de Dios en carne.
No es un tema menor, y no creo que haya que despachar desdeñosamente estos cuestionamientos. Hay dos modos de despachar sin preguntarse el fondo del asunto:
-Aquel que deja estas cuestiones a «los especialistas» argumentando que «el pueblo» no debe ser molestado en sus creencias espontaneas, porque en definitiva «no son de fe» y por tanto toda opinión es buena mientras uno esté convencido.
-Aquel que deja estas cuestiones también a «los especialistas», pero porque piensa que pertenecen a un nivel superior y cultivado de la fe.
Las dos son actitudes erróneas: en el primer caso se desdeña el valor del intelecto humano y la capacidad de llegar a verdades que, aunque parciales, nos ponen en camino de una Verdad plena, que se nos revelará por completo en la plenitud de vida a la que estamos llamados. En el segundo se aprecia el intelecto, pero se desprecia a la gente que en realidad lo posee, como si fuera incapaz de razonar porque no ha cursado no sé cuántas asignaturas de teología. Populacherismo y elitismo se dan la mano en rechazar ese contacto vital y necesario entre la inteligencia de las cosas y los seres humanos para quienes esa inteligencia es vital y necesaria.
Frente a eso creo yo que una y otra vez es bueno volver a hacerse preguntas «críticas», y enseñar a otros a hacerlas, enseñar los fundamentos de por qué no es lo mismo una respuesta que otra, y ayudar a distinguir auténticamente entre cuestiones de fe, creencias o tradiciones populares, y cuestiones no resueltas aun que requieren un estudio científico.
Creyentes sí, pero creyentes que no sean crédulos, que no les dé lo mismo un Dios encarnado que un becerro de oro, con tal de que brille y parezca raro y sobrenatural. El lema de la Biblia no es «por Dios contra los no creyentes» sino «por Dios contra el ídolo»: el ídolo es algo que se parece a Dios, que parece sobrenatural, que parece maravilloso, que brilla con su oro y pedrería, pero es falso, es hechura de manos humanas, como tantas «tradiciones» que son puestas por muchos creyentes al mismo nivel que la Tradición de la fe.
Quien gana cuando ejercemos auténticamente la crítica, es la fe, que puede realmente dedicarse a creer lo que debe ser creído, y no puede ser más que apuntado de lejos por la razón. Quien gana también es la evangelización, porque cuando sabemos distinguir críticamente entre lo que es de fe, lo que son tradiciones antiguas y venerables, o lo que son datos espurios, sabemos cómo ir a los que no creen y ofrecerles la fe... ¡pero la fe!, no un puñado de leyendas sin valor, que más nos muestran capaces de creer cualquier cosa, que auténticos creyentes. Y quien finalmente gana es nuestra propia persona en su totalidad, porque cuando se ha distinguido entre la creencia en Dios y en la del amigo imaginario, es porque se ha madurado un poco más, para lo que nunca es tarde.
Es verdad que muchas de esas leyendas sin valor se han enseñado en la propia Iglesia casi como cuestiones de fe, y en muchos casos hay gente que las ha aprendido por la autoridad de predicadores que no distinguían demasiado entre la fe y las creencias populares. Incluso algunas leyendas piadosas se han acercado hasta casi ser formuladas por la Iglesia en su Magisterio. Es natural, entonces, que muchos creyentes poco ilustrados, o que simplemente no tienen un contacto habitual con estos asuntos, tengan miedo de abandonar estas leyendas, ya que no parece haber límites demasiado claros entre lo que es de fe y lo que no lo es, o porque el conocimiento crítico no les ofrece nada amable que sustituya a la creencia popular.
Hace unos días fue la fiesta de Santiago Apóstol «el mayor», muy querido en España, de quien es patrono. En el santoral tengo un escrito de mi autoría sobre él, a tono con los demás escritos -míos o seleccionados por mí- de la sección, es decir, «crítico». Recojo entonces las discusiones, ya muy antiguas, sobre si Santiago fue quien evangelizó España, y sobre si son o no sus restos los que están en Compostela. Naturalmente, el santoral no es el sitio apropiado para realizar una argumentación histórica extendida, pero sí señalo allí que de las dos afirmaciones, la segunda puede admitirse con más probabilidad que la primera, que no cumple ninguno de los criterios de historicidad que le exigimos a cualquier otro hecho:
-es poco probable, puesto que hubo escasísimo tiempo entre la Pascua y la muerte de Santiago (apenas 14 años, en los que ni siquiera estaba formada la fe)
-es una afirmación no atestiguada en ningún documento contemporáneo, ni cercano. La primera referencia a que Santiago hubiera estado en España es del siglo VII
-la afirmación fue impugnada ya en el siglo VII por un contemporáneo del surgimiento de la leyenda: san Julián de Toledo (siglo VII), que afirma precisamente que no se trata más que de una leyenda.
Sea como sea, no cabe elegir en estas cuestiones como si se tratara de un escaparate, en el que escojo creer la afirmación histórica que más me gusta, sino que lo correcto es sopesar argumentos. Pero hay que reconocer que cuando se quitan esas «certezas», no hay nada para ofrecer. Es decir: a la pregunta de «¿y entonces quién evangelizó España?» no tiene la crítica ninguna respuesta clara, concisa ni probable.
Por otra parte, si estas cuestiones son leyendas, alguien las inventó, y si esto es un invento, ¿no lo podrán ser otros aspectos, ellos sí centrales para la fe?
Otro ejemplo: En la actualidad ningún estudioso católico serio diría que el Evangelio de San Juan lo escribió el apóstol san Juan.
Quienes desean mantener una posición conservadora para evitar ofender las creencias populares, pero a la vez quieren ser serios con los estudios actuales (no hablemos de aquellos que les da lo mismo afirmar cualquier cosa con tal de que sea antigua), dirán que el Evangelio de San Juan «se remonta a tradiciones que arrancan en el apóstol san Juan», con lo cual el poco ilustrado cree que le dijeron que lo escribió san Juan, y el ilustrado sabe que le dijeron lo contrario, y todos contentos.
Quienes no desean halagar los oídos del «gran público», dirán que no conocemos los nombres de los autores de el Evangelio de San Juan, aunque podemos, aproximadamente, reconstruir sus varias etapas de redacción, todas anónimas, dependientes de una fuente que se ha mantenido deliberadamente en el anonimato y que el evangelio llama «El Discípulo Amado», y al que nunca identifica, ni con san Juan ni con ningún otro apóstol (1).
Todo esto no es nada nuevo, pero es verdad que parece bastante tonto pretender que la gente abandone una imagen para ofrecerles en reemplazo... ¡nada!: de un apóstol a un creyente anónimo (o a varios, en número indeterminado ¡para colmo!). Recuerdo que, hablando de todo esto, me decía graciosamente una amiga, «¿y que hago ahora yo con Juan, desterrado en Patmos, viejo y cargado de amor y de cadenas, escribiendo a su comunidad?». Es cierto: las tradiciones antiguas han dejado no sólo un saber, que puede ser cierto o no, sino también un conjunto de imágenes entrañables, de las que, si nos desprendemos del saber, también terminamos teniendo que desprendernos.
Algunos que se habían convertido a la fe cristiana en época de san Pablo se dieron cuenta luego que la nueva fe no les ofrecía la riqueza de culto que les había dado el paganismo, y comenzaron a regresar a especulaciones sobre el curso de los astros. La fe ofrecía a Cristo, y este, crucificado, fuera del fasto y las invenciones de los misterios eleusinos y orficos, de las exaltaciones dionisíacas y el frenesí artemiseo. «Mucho» atrae siempre más que «poco». Pero lo fundamental no es si es mucho o poco, sino si es verdadero. Por ello les dirá san Pablo: «Mas, ahora que habéis conocido a Dios, o mejor, que él os ha conocido, ¿cómo retornáis a esos elementos sin fuerza ni valor, a los cuales queréis volver a servir de nuevo?» (Gal 4,9)
Y esto puede aplicarse como molde de comprensión a las realidades del conocimiento: es verdad que muchas veces la investigación de la verdad nos obliga a una humilde confesión de ignorancia: nos sabemos quién escribió esto o aquello, no sabemos cómo llegó la fe a tal o cual región, ni sabemos lo que ocurrió en concreto en tal episodio de la vida del Señor. Que sea esa humilde confesión también una confesión orgullosa, porque el reconocer que no se sabe lo que no se sabe, es un ejercicio de veracidad, imprescindible para que nos crean cuando llevamos al mundo lo que verdaderamente sabemos: Cristo, y este, crucificado.
El estudio «crítico» (nombre que poco tiene que ver con el sentido popular de la palabra «criticar») es aquel que no se contenta con lo oído simplemente porque se ha repetido mucho y viene desde antiguo, sino que trata de buscar el fundamento de lo dicho, o bien llamar «leyenda» a la leyenda, «invención» a la invención, y «dato histórico» al dato histórico. Su impulso inicial se reconoce ya a inicios del siglo XVII, en la obra del católico francés Descartes, «Discurso del método», en la que establece la regla de oro de su método de descubrimiento de la verdad: «no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es».
Aunque lo que luego constituya tal «evidencia» es objeto de discusión, y surgen así criterios distintos de «veri-ficación» (de cómo catalogar lo que es o no verdadero), esta máxima de Descartes implica un cambio de eje respecto al mundo cultural anterior: la cultura medieval, y aun la del Renacimiento (en lo que tiene de fin del período anterior), es una cultura libresca(2), se basa en una «tradición lectora», y modula el nuevo saber siempre a partir de lo ya dicho y con fundamento en lo ya dicho.
En sus más altos exponentes, los grandes filósofos, teólogos y en general pensadores, dio lugar a construcciones del saber imperecederas. Pero en sus niveles más divulgativos y populares, como suele ocurrir, «lo ya dicho» se mezcló enmarañadamente con habladurías y prejuicios.
A esto se sumaba la tendencia natural del hombre (vigente hoy también) a exaltar lo maravilloso e inaudito, el caso raro, lo anómalo. La tradición oral es el vehículo perfecto para transmitir lo raro y maravilloso, precisamente porque se pone en movimiento por la experiencia del asombro; pero la tradición oral es también el lugar ideal en que lo asombroso se va deformando y tergiversando, hasta constituir un falso saber que, puesto que se desconoce su origen y tiene el prestigio de lo antiguo, se vuelve intangible y sagrado.
Pongamos un ejemplo muy sencillo: ¿quién no se representa espontáneamente a san Pablo cayendo bajo las patas de su caballo en la fulminante experiencia de su conversión? Sin embargo, todo lo que dicen los tres relatos de la conversión que trae Hechos de los Apóstoles es esto:
«le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz» (9,3-4); «me envolvió de repente una gran luz venida del cielo; caí al suelo y oí una voz» (22,6-7); «vi, oh rey, una luz venida del cielo, más resplandeciente que el sol, que me envolvió a mí y a mis compañeros en su resplandor. Caímos todos a tierra y yo oí una voz» (26,13-14)... ¡ningún caballo en todo esto! La repetida mención de caer a tierra fue llevando a la imaginación a construir esa representación, consagrada más tarde por pintores y predicadores.
Pero -se podría objetar-, aunque no lo mencione, ¿no podría haber caído de un caballo? Sí, naturalmente, podría haber caído de un caballo. El caso es que el relato no pone el acento en «desde donde» cayó, sino en el hecho de que cayó, e incluso en el último de los tres acentúa que todos los circunstantes también lo hicieron. «Caer a tierra» es un modismo bíblico para indicar que se ha reconocido en la presencia que se acerca (en este caso en la luz cegadora) la presencia misma de Dios, o un enviado suyo, o una realidad divina. Notemos cómo en Juan 18,6, en la escena de Getsemaní, nos aclara el evangelista que «Cuando les dijo: 'Yo soy', retrocedieron y cayeron en tierra.». «Yo soy» es el nombre bíblico de Dios, así que lo que quiere indicar aquí san Juan es que ellos entendieron en ese momento quién era realmente él, cayeron a tierra (es decir, reconocieron la presencia de Dios en Jesús), y por tanto no tienen excusa...
El caer a tierra es un recurso de la narrativa bíblica (tomado de las costumbres religiosas orientales) que cumple un preciso sentido en los relatos, y que no conviene tapar con imágenes prosaicas, como tratar de averiguar si cayó de un caballo, de un árbol o de un tren en marcha.
Sin lectura crítica, la escena de la conversión de san Pablo, retocada por la tradición oral con su acento en lo inaudito y maravilloso, convierte a la conversión del Apóstol de los Gentiles en lo contrario de lo que cuenta san Pablo: porque él quiere mostrar que Cristo golpea a todos, que a todos llama, incluso a los perseguidores como él, mientras que la tradición imaginativa, al poner el acento en lo único e irrepetible, lo exclusiviza y encierra en él.
Una lectura crítica de la escena redescubre (gracias a este y otros rasgos, por supuesto), el fundamento de la narración, que siempre está presente, aunque por la repetición imaginativa quede oscurecido. De alguna manera puede decirse que la lectura crítica lo que hace es controlar a la imaginación desbocada de la tradición oral.
La orientación «crítica» del estudio, no es algo que afecte sólo a los conocimientos bíblicos, religiosos o filosóficos. Puede decirse que el estudio crítico es la impronta de la época moderna en lo más sólido de su saber.
Es verdad que -al igual que el saber imaginativo tiene sus límites- el saber crítico puede dar lugar, sobre todo en sus vertientes divulgativas, a una falsa sabiduría, presumida y desencantada de todo, a lo que cree comprender con apenas tres trazos gruesos de crítica. Pero eso no implica que deba ser desechada. Por el contrario, el haber «descubierto» la crítica fue un verdadero avance cultural, y sea cual sea la impronta que deba tomar la investigación en los siglos futuros, las conquistas de la crítica, sobre todo su espíritu fino e investigativo, que no se conforma con habladurías, no debe ser abandonado.
Recién a fines del siglo XX la Iglesia publicó un documento de la Pontificia Comisión Bíblica dedicado a la cuestión del estudio crítico de la Biblia, apostando decididamente por él (3). Sin embargo, los principios de la crítica en relación a la Biblia fueron ya claramente admitidos y encarecidos a los estudiosos en la encíclica probablemente más importante del estudio bíblico: la Divino Afflante Spiritu, de Pío XII (1943). Mucho antes de eso, los principios de la crítica fueron aplicados en los estudios religiosos, en particular al estudio de la vida de los santos, a través de la obra y la escuela de los Bolandistas, fundada por el jesuita Jean Bolland en el siglo XVII, y que poco a poco fue asumida por la propia Iglesia como la aproximación más adecuada, científica y sólida para acceder a la cuestión de los santos, y liberar esas tradiciones de tanta adherencia legendaria como se había ido formando en el tiempo.
Crítico es también el talante general con el que la Iglesia enfoca, en la modernidad, su propio pasado, lo que le ayuda a distinguir entre lo que verdaderamente es tradición fundante y lo que son «tradiciones humanas» en el sentido negativo en el que Jesús usó esa expresión.
Y es natural que cuando se usa la crítica muchas costumbres y saberes infundados caen, pero los que quedan, brillan en toda su solidez. Al respecto hay una anécdota significativa y cómica que cuenta el hagiógrafo Antonio Borrelli: Santa Apolonia (9 de febrero) fue una mártir alejandrina del siglo III; uno de las torturas que le infligieron fue arrancarle todos los dientes. Por el curioso proceso de nacimiento de los patronazgos a lo largo de la tradición, Apolonia resultó patrona de los dentistas, invocada contra el dolor de muelas, y representada casi siempre con una pinza en la mano sosteniendo un diente. Naturalmente, los dientes de Apolonia fueron muy apreciados como venerables reliquias, pero... ¿se habrían conservado? a lo largo de los siglos, las iglesias no querían dejar de tener algún diente de santa Apolonia, y así fue apareciendo esta reliquia en cada recodo de la geografía europea, especialmente en Italia. Pío VI, de fines del siglo XVIII, un papa muy severo con las formas desviadas del culto, hizo recoger los presuntos dientes de santa Apolonia, y encerrándolos en un cofre, los arrojó al Tíber... ¡tres kilos de piezas dentales, vaya a saber de quiénes! que eran veneradas como si de vestigios divinos se tratara.
Un gesto como el de Pío VI no hubiera sido ni comprensible, ni aprobable, ni siquiera posible, si no flotara en la mente de la Iglesia el impulso de la crítica, que, como señalé más arriba, no es otra cosa que llevar a la cultura la gran lucha bíblica «por Dios, contra el ídolo».
La crisis modernista del fin del siglo XIX y principios del XX le mostró a la Iglesia hasta qué punto la crítica podía ser demoledora, e ir contra las bases mismas de la fe. Porque está muy bien si voy contra los legendarios dientes de santa Apolonia, contra los milagrismos desorbitados, y las afirmaciones más nacidas del deseo que del saber, ¿pero qué pasa si aplicamos los mismos principios de no aceptar como verdadero más que lo que se presente ante nuestros ojos con evidencia, a las verdades de la fe, que hablan esencialmente de realidades misteriosas e inefables? ¿no será que el propio «espíritu crítico», tan apreciado en nuestro mundo moderno, no consiste sino en cerrarse a admitir sólo lo que se ve, se pesa y se mide?
No diré que no hay algo de esto; el «espíritu crítico» brindó (y brinda) la excusa perfecta a quien quiere cerrarse en sí mismo y sus pasajeras sensaciones, y negarse a entrar en diálogo con todo ese mundo misterioso del espíritu que aflora en cualquiera de nuestras vivencias más personales: un nacimiento, una pérdida, o un simple rapto de felicidad... ¡con que fuera tan simple!
Pero ese materialismo del que no quiere ver más allá de su nariz no esperó a la crítica ni nació con el hombre moderno. Ya señala el salmo: «dice el necio para sí: 'no hay Dios'» (S 14,1). Quien no quiere creer, no va a creer «ni aunque un muerto resucite», y en época de la crítica, usará para ello como excusa la crítica.
La cuestión no está en rechazar la crítica por sus desviaciones, ni parapetarse en una trinchera por si la crítica viene a querer demoler nuestras certezas. Lo que corresponde, lo que ayuda verdaderamente al diálogo de la fe con el mundo moderno, y que puede ayudarnos a reconciliar y vivir en plenitud la unidad de ese hombre moderno que cada uno de nosotros somos, junto a ese hombre creyente que también irrevocablemente somos, es adentrarnos en la crítica, y aprender críticamente a distinguir lo que puede y no puede preguntarse, pero no por ningún mandato externo, sino por el peso mismo de la verdad que se me presenta. Cuando el hombre busca realmente la verdad, ella misma se muestra en toda su amplitud y riqueza, y hay lugar en ella para lo concreto de las ciencias positivas, para lo abstracto y sutil de las ciencias del espíritu, y también para el tesoro siempre de nuevo a explorar del misterio, en el que ya no hay ciencia sino contemplación.
La verdadera crítica, y por tanto el verdadero espíritu científico, es crítica de la propia crítica, para ayudar al saber a reencontrar sus propios límites, y la clase de cosas que pueden preguntarse con un lenguaje o con otro.
La verdadera crítica, por ejemplo, nos enseña que la realidad de la resurrección de Jesús está por completo más allá de la clase de fenómenos que pueden ser investigados por la ciencia, y por tanto enseña a los que abusan de la crítica a mantenerse en sus límites. Pero atención: también a los creyentes la verdadera crítica les debe enseñar que la resurrección no es un fenómeno vulgar, del que hablamos como otros hablan de la composición química del agua, con la misma clase de «certeza obligatoria» que me da contar átomos.
Cuando algunos creyentes leen cuestiones críticas, sobre la autoría de los evangelios, por ejemplo, o sobre las distinciones entre leyendas y datos históricos, o sobre muchas otras cuestiones, se asustan, piensan que les cambian (o les pretenden cambiar) «la fe de siempre». Y en cierto punto es verdad: la fe «de siempre» debe cambiar, porque muchas cosas que en algún momento creímos que eran «de fe» resulta que no lo son. Pero eso, lejos de ser una desventaja o una traición a la Verdad, es una ventaja, e incluso un gran testimonio ante el mundo: los creyentes somos y debemos ser los primeros interesados en que se pueda distinguir con claridad qué aspectos de nuestras convicciones pertenecen a la fe, y cuáles no son otra cosa que afirmaciones obtenidas a lo largo de la historia, muchas veces de manera acrítica, y que corresponde colocar en su auténtico sitio de verdades probables, posibles, dudosas o abiertamente legendarias e infundadas.
En muchos casos, por la índole misma del desarrollo del saber en la Iglesia, la Iglesia ha opinado sobre cuestiones que no le competían de manera directa, creyendo que sí le competían. Por ejemplo, de todos conocido es el emblemático «caso Galileo»(4), en el que la Iglesia opina con armas teológicas en un terreno en el que el lenguaje adecuado no es la teología sino la observación y la inferencia positiva. En su momento podía estar todavía justificada la confusión, porque la ciencia crítica aun estaba naciendo (Galileo fue, precisamente, contemporáneo y amigo de Descartes), sin embargo, ¿cuántos pretenden todavía hoy que «debe» aceptarse tal teoría sobre el origen del mundo (o de las especies, o de la especie humana, etc) o rechazarse tal otra «porque» compagina mejor con nuestras afirmaciones teológicas, o peor aun, porque calza sin esfuerzo en una lectura acrítica y primitiva de la Biblia?
En lo único en lo que la Iglesia tiene completa autoridad, es en aquellas cosas que directa o indirectamente configuran la fe apostólica y su desarrollo; y no porque la Iglesia cuente con seres humanos especialmente penetrantes como para conocer a simple vista los misterios divinos, sino porque sobre esto prometió Jesús la asistencia del Espíritu Santo. Sobre esto, sobre nada más.
Jesús no prometió que la Iglesia sería infalible en cuestiones químicas y medicinales, en cuestiones históricas o geográficas, en cuestiones literarias o estéticas, sino sólo en la fe apostólica, su interpretación, su actualización, y su bajada a la vida concreta, a las costumbres de los hombres que formamos la Iglesia.
Si Gagarín viaja al cielo y no ve a Dios(5), tenemos todo el derecho de decirle: «Señor, aprenda Ud. a mirar las cosas con la lente correcta, la existencia de Dios no pertenece a la clase de cosas que puede dirimirse con un viaje al espacio». Sobre la existencia de Dios le creeré a la Iglesia antes que a Gagarín. Pero si el papa me dice que los restos de tal tumba son de tal apóstol, y una concienzuda y bien realizada investigación científica concluyera en que eso no es de ninguna manera posible, le creeré más a la ciencia que al papa, simplemente porque una está en su trabajo, y el otro, por muy venerable que pudiera ser, no es competente en esa materia.
Es de la Iglesia interpretar la Biblia en dirección de la fe apostólica, es de la ciencia preguntarse por la antigüedad de esos escritos, por su origen fáctico, su autoría, las influencias que pudieron tener de otros escritos bíblicos y extrabíblicos. Y como esto, muchísimas cuestiones más.
Notas:
(1) Una presentación divulgativa y preciosa de la cuestión joánica se encuentra en el librito de meditación espiritual «Para que tengáis vida», del exégeta católico probablemente más importante en temas joánicos del siglo XX: Raymond Brown.
(2) Para una profundización en este concepto del medioevo como «cultura libresca» ver Jolivet, Jean: La filosofía medieval en Occidente, siglo XXI, 1974, prólogo.
(3) «La interpretación de la Biblia en la Iglesia», PCB, 1993:
(4) Que sin embargo debe aun investigarse con imparcialidad, antes de admitir acríticamente el esquema de «leyenda laica y anticlerical» que hace de Galileo un hombre del siglo XX y no uno del XVII, que es lo que fue.
(5) De todos modos, según parece, la anécdota es apócrifa, y Gagarín nunca dijo la famosa frase.
Abel, es lo mejor que he leído, tanto que te voy escribir para pedirte copia, y, enviarla a la gente de mi grupo de Biblia, "son de los nuestros"; no sabes la de cosas, que me ha hecho recordar; ya te contaré, hasta el libro, y, pelicula, esta no la vi, "El Cielo es real"; del que hablaré en el foro; esta joya, esta a la altura, de aquella meditación, que me enviaras para jueves Santo, sobre el lavado de pies, a los Apostoles, y, que tengo con mis cosas importantes
Gracias de nuevo
Gracias a tu madre por parirte
Maite