Señor: viviendo la Navidad, me siento confortado cuando medito lo que dices en el Apocalipsis: «Estoy a la puerta llamando; si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, yo entraré en él y cenaré con él y él conmigo»
Me alegra saber que el Dios del Universo, mi Señor, se hace hombre por mi amor, que quiere encarnarse en mi vida para compartir mis fríos, mi sed y mis hambres. Me regocija pensar que el Señor esté pendiente a que yo, pobre criatura, le abra mi puerta para compartir mesa y sentimientos. Me enamora el conocer que un Dios vivo y cercano esté esperando mi «sí» para compartir su ansia de amar a su siervo. «Que tengo yo, Señor, que mi amistad procuras.»
Sé, Señor, que tu pensar y tus tiempos no son los míos. No entiendo cómo un Dios se humille tanto para conseguir el amor de su criatura. Que me lave los pies cuando es a mí, el esclavo, a quien corresponde hacerlo.
Pienso, Señor, que yo soy el más interesado de tu venida, el que estaba muerto y necesitaba tu resurrección, el que debe dejarse habitar por su Dios y el que debe abrir su puerta para acoger al enviado del Padre.
Respetas mi libertad y esperas a que yo decida acogerte, a que cambie tu pesebre en cuna, a que elija entre cenar contigo o preferir otras cenas. Esperas paciente, sin importunar, que comparta tu mesa, una mesa que con ansia has deseado celebrar conmigo, para poderte cantar: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!»
Me conmueve saber que es Jesús de Nazaret el que va buscando posada, el que llama a mi puerta y desea entrar en la vida de su criatura. Desearía Señor, que mi alma nunca esté cerrada para ti, y que seas Tú el único dueño del ser que solo a ti pertenece.
Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar .
Señor: que mi alma siempre esté preparada para recibirte. Que te deje nacer dentro de mí y que siempre esté dispuesto a acoger a quien por tanto amarme nació en un pesebre y murió en una cruz.
Sea por siempre bendito y alabado.