Arena, polvo, visión borrosa, no distingo el horizonte. Ya he pasado el campo de dunas. Ahora es el solitario desierto, algún pedrusco, algunos matojos que se revuelven con las ráfagas del viento seco, las lágrimas se secan en mi cara, la lengua se seca en mi paladar, tengo muy poca agua en mi mochila y no sé si alcanzaré a salir de aquí o me quedaré seca, arruinada por la arena, absorbida por la aridez de este desierto que no termina.
Aridez de la perversión de los hombres, aridez de las mentiras, los engaños sin motivo, aridez de la incomunicación también sin motivo, aquí no se ven cables de alta tensión que transmitan la energía, aquí no hay sombras salvo la que yo proyecto contra el suelo. Hasta aquí ha llegado la incomprensión, la falta de dignidad, ya uno casi se arrastra, pegado al polvo del desierto, respirando arena con la boca cerrada para que ni siquiera salga un lamento de dolor, nada, silencio. ¿Cómo puedo olvidar la maldad, la maledicencia, el rumor del vocerío de las malas lenguas?
¿soy un lamento mudo? ¡eh! ¿hay alguien ahí?
Dios me deja que vea cómo se mueve el Diablo, sus cabriolas, sus piruetas, sus halagos, sus rosas del desierto para conmover mi espíritu vagabundo. Ya sé con quién no tengo que hablar, ya sé con quién no puedo hablar, pero…
Aún no conocía yo al completo la aridez del desierto. Llega la noche. Me envuelvo en mi manta, hace frío, frío de muerte, soledad en grado máximo. Y miro al cielo y veo las estrellas, sí que se observa muy bien, la atmósfera límpida y exigua me deja ver los planetas, la Luna, según sus fases, y las estrellas. Y el Diablo corretea, brinca, salta, “buscando a quien devorar”.
Aquí, en la aridez, no me sujeta nada, solamente la arena juguetea conmigo, colándose por los entresijos de mi ropa y el Diablo baila su danza impertinente. Ahora no hay columna de fuego que guíe mis pasos, ni nube que me proteja del solano. La duda me atrae y cuando me tiene cerca pasa por encima de mí como un tren de mercancías y me deja dolida, tirada, arrasada, ahora no puedo moverme. Es más de lo que yo pensaba, si lo hubiera sabido me habría traído mis pistolas para poder disparar hacia las estrellas y así, con la explosión de luz, hubiera podido enderezar un poco mi cuerpo y mi camino, pero no, no me las traje, no se me ocurrió entonces que la aridez era tan espesa, tan monótona, tan sólida, tan aburrida.
Me he fabricado una cama en la arena gracias al peso de mi propio cuerpo. Al acostarme escribo a mi lado una cruz de plata que, por la mañana ya se ha deshecho arrastrada por el viento de noche. Me levanto y aún queda esa huella de mi cara hundida en la arena, en otro lugar y en otro tiempo.
Veo las ráfagas de polvo en el horizonte y siento que el Diablo anda correteando por ahí, rompiendo enlaces, palabras, desconectando, partiendo cables, esparciendo su mejor fragancia, la mentira, confundiendo aún más a la Torre de Babel. Así, con las nubes de polvo y arena no reconoceremos ni nuestra propia imagen.
“Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo”. Si no repito esto me quedaré seca de frío, me envolverá la discriminación, la maledicencia. Me aplastará el engaño, el fraude, pero Dios no lo quiere así, Dios debe estar muy triste ahora y por eso lloro con Él y Él recoge mis lágrimas.
*El cuadro que ilustra el relato es «Jesús conducido por el Espíritu al desierto», de Macha Chmakoff