En relación a las leyes de pureza del Levítico, que luego Jesús derogará, pregunta un oyente: «¿Por qué Dios les da esa ley a los israelitas? Quiero decir, si Jesús posteriormente dirá que la pureza y la impureza están dentro del hombre y que la fe salva, sin necesidad de tanto protocolo, ¿por qué desde un principio no se transmite ese pensamiento y se ofrece, en cambio, esa visión de "lo puro"? Entiendo que tiene que ver con la mentalidad humana (creo) de aquellos siglos, pero mi interés está en la perspectiva de Dios. ¿Por qué no decirles ya desde un principio que todo ello no era tan "importante" y que debían entender la santidad de otro modo?»
La pregunta va a un problema central de la Teología Fundamental, que tiene que ver con el modo como la revelación divina se inserta en el camino religioso del hombre. Preocupó ya a los Padres de la Iglesia, que buscaban hacer comprensible el largo paso de la fe por las instituciones y prácticas judías que finalmente quedarían derogadas en Cristo. Y esta misma pregunta está en el fondo del problema planteado por san Pablo en su Carta a los Romanos: en definitiva para qué la Ley, si Dios la deroga y de hecho la contradice en Cristo.
El concepto central con el que la tradición cristiana se ha hecho cargo de este problema es el acuñado por San Pablo en Gálatas-Romanos: pedagogía divina. Por medio de leyes que ataban al hombre fuertemente a la voluntad de Dios, Él mismo habría querido ir inculcando en el hombre la seriedad de su relación con Él, la práctica de la obediencia, la minuciosidad en su servicio...
Quedó sin explorar del todo hasta nuestra época el concepto tan dialéctico, paradójico y fecundo como el expresado por San Pablo, también en Gal-Rom (por ej: Gal 3,22): Dios obligó a Israel a su Ley, no para salvarlo del pecado, sino para que el hombre descubriera la imposibilidad de cualquier obra humana para llegar a la salvación.
Cualquiera de estas dos respuestas, la de la "revelación pedagógica" y la de la "revelación dialéctica" dan mucho que pensar, y por supuesto que contienen elementos valiosísimos, pero no tienen en cuenta un punto de vista fundamental, que es la salvación de cada ser humano: contemplan a la humanidad como conjunto, que en conjunto se acerca a Dios y en conjunto es interpelada por Él.
Hago esta aclaración porque la pregunta afirma tener la inquietud "desde la perspectiva de Dios". En realidad estas respuestas también piensan "desde la perspectiva de Dios", pero no lo hacen desde una perspectiva que recién se ha vuelto completamente dominante en nuestra época: la perspectiva desde cada ser humano, desde la efímera vida de cada persona.
Desde un cierto ángulo puede resultar aceptable que Dios "eduque" a la humanidad como sujeto colectivo, imponiéndole primero unas normas en gran medida arbitrarias, para luego derogarlas dando lugar a un "tiempo de gracia", pero ¿qué pasa con aquella ingente masa de seres humanos que a lo largo de los siglos no ha hallado a Dios en los preceptos de Dios, ni ha llegado a un mínimo de felicidad en este tiempo humano de preparación a la vida eterna? Se me dirá que allí queda la eternidad de la vida eterna para compensar, poco importan 60 u 80 años de infelicidad si luego se nos compensa con felicidad por los siglos de los siglos... Ese razonamiento vale para el sufrimiento elegido: efectivamente, un mártir, por ejemplo, puede razonar que vale más perder esta vida para ganar la eterna, que ganar esta negando al Autor de la vida y perdiendo su vida eterna, ¡por supuesto! Pero no es lo mismo que imaginar que Dios se ocupe de hacernos sufrir con preceptos imposibles para que apreciemos mejor la felicidad de la vida eterna y la gratuidad de la gracia... ¡vaya lectura más antropomórfica de las cosas!
El descubrimiento del valor de cada individuo, el descubrimiento del valor de esta vida terrena, incluso como preámbulo necesario a la eterna, el descubrimiento de que Dios quiere nuestra felicidad ya ahora, y que debemos procurarla ya desde ahora, son descubrimientos irreversibles, que obligan a repensar la articulación de la revelación divina con la vida de todos los hombres, pero también con la de cada uno de ellos.
Religión
El hombre busca un valor absoluto, una realidad última, un principio en el cual se reúna y cobre sentido el disperso sinsentido de la multiplicidad de lo que nos rodea y de nosotros mismos.
Cuando esa realidad última se vuelve destinatario explícito de prácticas humanas, ritos, liturgias, e incluso costumbres cotidianas, nace la religión.
La religión sería el intento del hombre de alcanzar en el horizonte de su experiencia intramundana lo que percibe como el fundamento no mundano de su vida y de su historia.
Las religiones, repartidas a todo lo ancho y largo del espacio (por todo el mundo) y del tiempo (¡desde que tenemos testimonio del hombre!), son muy diversas. Sin embargo, sorprendentemente, acuden a muy pocos códigos que son comunes a todas ellas, como un idioma puede tener miles de palabras distintas pero resultar de la variadísima combinación de unos pocos fonemas.
En su búsqueda de lo no-mundano en lo mundano, las religiones son profundamente "binarias", se manejan por polaridades: sagrado y profano.
Tiempos, lugares, personas, pueden ser de este mundo por completo (días laborales, espacios cotidianos, personas "laicas"), o estar de alguna manera separados y consagrados (días festivos, jubileos, espacios sagrados, personas consagradas, afectadas especialmente al servicio religioso).
El paso de un lenguaje llano, fenoménico, a uno que pretende hablar de la realidad profunda y sagrada se nutre del símbolo: palabras y objetos con una profunda carga emocional y colectiva para quienes los aceptan (y con profundos contravalores emocionales y colectivos para quienes los rechazan). Los símbolos, al estar ligados a percepciones suprarracionales de una comunidad, tienen su propia historia y su propio "ciclo vital": nacen, se transforman, y un buen día también mueren y desaparecen, y lo que era un valor incondicionado para una generación, puede resultar indiferente y aun chocante para otra, aun dentro de la misma religión.
Revelación
Si podemos considerar la religión como el movimiento del hombre que sale a buscar a Dios, la revelación viene a expresar el movimiento contrario: el Dios que sale a la búsqueda del hombre.
Y podríamos considerar que en ello lo tenemos fácil: nuestra fe se basa en una Biblia que es la palabra misma de Dios. Más revelación, imposible.
El problema es que todas las religiones se caracterizan por considerar que tienen su origen en la propia realidad última: aun con ser cierto que es el hombre el que busca aquella Realidad, no lo hace sino a condición de considerar que ella misma es quien lo ha llamado a su búsqueda, le ha revelado el carácter sagrado de tal o cual práctica, ha llamado a tal hombre a su servicio, y lo ha capacitado convenientemente para ello.
En este sentido, el carácter de revelación es parte integrante de cualquier convicción religiosa, ¿por qué habríamos de considerar que el árbol sagrado que tal tribu venera porque así lo ha señalado el rayo benéfico de su Dios en una noche de tormenta sería menos dictado que nuestra Biblia?
Todas las religiones, con ser un movimiento humano del hombre a Dios, se consideran a sí mismas estar fundadas en un movimiento anterior del Dios a los hombres.
No podemos dejar de preguntarnos en qué fundamos la supuesta "sobrenaturalidad" de nuestra revelación, por qué la de los demás es solo un supuesto, y la nuestra es una auténtica realidad.
Es muy difícil abordar esta cuestión, incluso aunque encontremos alguna respuesta, hay que dejarla en la debilidad de su propio ser: no cabe imponer a nadie la "realidad" de nuestra revelación por sobre todas las demás revelaciones.
Pero podemos encontrar una paradójica pista en Paul Ricoeur:
«Mi hipótesis de trabajo es ésta: desde los orígenes de la fe de Israel y de la fe de la Iglesia primitiva, es posible distinguir una dialéctica de la fe y la religión, un movimiento de la fe originalmente dirigido contra su propio soporte y su propio vehículo religioso. En efecto, podemos descubrir en la fe de Israel, un proceso de desacralización que se despliega en diversos sentidos: Yahveh es un nombre, inclusive un nombre que no se puede pronunciar; la predicación de ese nombre está, desde el origen, expresamente dirigida contra el culto de la imagen, del ídolo. A partir de dicha predicación del nombre, todo el universo de lo sagrado es profano; las representaciones mitológicas de la naturaleza, de sus ritmos, de su fecundidad, son puestos en tela de juicio. Asimismo, las instituciones políticas son desacralizadas en su propia base. El rey, figura oriental de Dios, queda reducido a su función profana. Los sacrificios y los holocaustos son subordinados a la ética del servicio. (Véase la predicación de Amós, de Oseas o del segundo Isaías.) En cuanto al querigma cristiano, la predicación de la Cruz, la proclamación de la vida que supera a la muerte, prolongan esta predicación judía por medio del anuncio de un evento que de entrada es situado en el plano de la posibilidad de la comunicación, de la posibilidad de la palabra, de la posibilidad del intercambio de signos y de totalizar la historia mediante un sentido de esperanza y de gloria...» (Las ciencias humanas y el condicionamiento de la fe)
La perspectiva que abre Ricoeur es por demás interesante: la autenticidad de la revelación, de la comunicación del Dios verdadero al hombre (y no del Dios pensado por el hombre al hombre), viene garantizada porque desde el principio pone en tela de juicio la religión: es verdadera porque no convalida al hombre, sino que lo desafía en el mismo código en el que le habla: el Dios que reclama la totalidad de la vida del hombre y que sella esa pertenencia del hombre con sacrificios de ovejas, toros y machos cabríos, es también aquel que rechaza tales prácticas en bien de una ética humana del servicio al prójimo:
«¿A mí qué, tanto sacrificio vuestro? —dice Yahvé—. Harto estoy de holocaustos de carneros, de sebo de cebones; y sangre de novillos y machos cabríos no me agrada, cuando venís a presentaros ante mí. ¿Quién ha solicitado de vosotros esa pateadura de mis atrios? No sigáis trayendo oblación vana: el humo del incienso me resulta detestable. Novilunio, sábado, convocatoria: no tolero falsedad y solemnidad. Vuestros novilunios y solemnidades aborrece mi alma: me han resultado un gravamen que me cuesta llevar. Y al extender vosotros vuestras palmas, me tapo los ojos por no veros. Aunque menudeéis la plegaria, yo no oigo. Vuestras manos están de sangre llenas: lavaos, limpiaos, quitad vuestras fechorías de delante de mi vista, desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda...» (Isaías 1,11-17) Que puede resumirse en la sentencia de Jesús: «No se hizo el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre.»
Por supuesto, tanto Isaías (revelación), como Jesús (Revelador), como Ricoeur (hermeneuta de uno y otro), continúan, no se agotan en una abolición simple de la religión, no dicen: si la religión falsea el camino a Dios, quitemos la religión.
La religión es sin duda vehículo de la revelación, el Dios trascendente no se comunica con el hombre sino en lenguaje de hombres, lo que incluye que su palabra es en idiomas concretos (y limitados, hebreo, arameo, griego), y en un código concreto, el código de la religión, la división de lo sagrado y lo profano, que opera en el símbolo.
Convergencia
Por tanto en todo momento convergen en la revelación aspectos que podemos decir que provienen de lo religioso, de la búsqueda humana de Dios, pero que contienen aquello que Dios exige al hombre en dirección a reclamarlo absolutamente.
La hermenéutica sencilla de esta convergencia sería la del envase y el contenido: la exigencia religiosa es el envase, la piel, el envoltorio, mientras que lo importante es lo que proviene de Dios, el contenido... ¡Ojalá fuera sencillo -o tan siquiera posible- separarlos!
Cuando el libro del Levítico 15, por ejemplo, dice "Yahveh habló a Moisés y Aarón diciendo..." ¿habla la religón o la revelación? En suma: ¿debemos oírlo como palabra literal de Dios, o como forma religiosa de expresar la sumisión completa de Israel a su Dios?
En los preceptos que le siguen parece claro: hablan de flujos humanos, regla femenina, etc. declaran la pureza o impureza de hechos biológicos cotidianos, prescriben normas de purificación que hacemos bien en considerar como parte "arqueológica" de la religión, y derogados en su misma base.
Ahora bien, ¿cómo distinguirlos de la trascendencia del Decálogo, por ejemplo, que también comienzan diciendo que es Yahvé quien los enuncia?
A veces se acude al sencillo expediente de considerar caducada (por "demasiado humana") la ley cultual, pero no la ley moral, que sería revelada y divina, parece que va de suyo que la cantidad de toros y pichones que se ofrezcan no es divino, pero en la prohibición de matar o robar se reconoce con facilidad a Dios... pero una rápida lectura del AT muestra que lo moral y lo cultual no se separan con facilidad, incluso que muchos preceptos de la ley moral han caído en desuso, como sería la guerra santa, otros se los saltea el propio Dios (que manda a los israelitas expoliar a los egipcios y divertirse con ello, Ex 3,21-22 y nuevamente 11,2), y la ley cultual pertenece al corazón mismo del Decálogo, en el desarrollado tercer mandamiento, del que nuestro escuálido "Santificar las fiestas" es un ingratro testimonio.
Y tomando precisamente ejemplo de ello, nótese que los Diez Mandamientos han sobrevivido a la derogación de la ley antigua... ¡pero no en su formulación bíblica! basta comparar la versión del Éxodo (20,1-17) o del Deuteronomio (5,6-21) con la normativa del Catecismo (nn 2052 en adelante).
Afortunadamente el catecismo actual es honesto al respecto: lo que nosotros llamamos "El Decálogo" tiene una relación de proveniencia, pero no directa, con el Decálogo bíblico, el nuestro es un hecho de Tradición, y lo consideramos revelación divina, mientras que algunos aspectos del bíblico podemos darlos por derogados (como el considerar a la esposa parte de las posesiones del esposo, junto al burro y la servidumbre).
La convergencia de revelación y religión es un problema que afronta el lenguaje bíblico desde el inicio. Los rabinos escapaban a la aporía de que no todas las palabras que contenía la Ley como provenientes de Dios se podían considerar literalmente de Dios, considerando la revelación divina como una realidad mediada por ángeles, e introducían así una instancia en alguna ambigua manera falible en medio de la infalible locución "Dijo Yahvé". Tenemos aun un eco de ello cuando San Pablo opone las promesas de Dios, dadas de manera directa a Abraham, a la Ley, dada también por Dios, pero por medio de ángeles: Gal 3,8-20
La pregunta inicial
Podríamos reducirla a esta cuestión inquietante: ¿Por qué Dios no habló claro desde el principio?
Porque Dios nunca habló con el hombre de la manera en que lo representa el literalismo (fundamentalismo) bíblico. La locución "dijo Dios a Moisés" (o a Abraham, o a Adán, o a quien sea), no significan una locución directa. Dios se ha revelado en medio de la búsqueda humana. Dios se revela en, pero también a través de, la búsqueda religiosa. Y es tarea de la comunidad creyente entera, y es una tarea yo diría que principal e impostergable, penetrar en esa búsqueda religiosa y hallar la Palabra divina en ella, derogar lo derogable, con cuidado de no perder lo permanente, restaurar aquello que se ha perdido involuntariamente, ensayar caminos no solo hacia Dios, sino también desde Él.
Es una tarea que se hace con oración, con vida, con intercambio, con acogimiento, con diálogo interno a la iglesia, pero también ecuménico e interreligioso, porque nosotros existimos para Dios, pero Él no existe solo para nosotros, sino que habla a todos, en lenguajes que nosotros desconocemos, y debemos ensayar y aprender.
Jesús es la hermenéutica perfecta de Dios, pero porque es Dios hecho hombre, con toda la historicidad que implica esa humanidad de Dios. Tampoco Jesús dio preceptos claros e inderogables, su palabra es la muestra de cómo llevar a la humanidad la Palabra Divina, pero por eso mismo su palabra también va envuelta en historia, camino y cambio.
A cada generación le toca la tarea de volver a preguntar a los textos: ¿quién habla realmente aquí? En ese continuo rumiar en la Palabra de Dios, que es también palabra de hombre, caminando de una a otra, está, según el salmo 1, el camino del hombre bienaventurado:
Feliz el hombre que no sigue el camino de los impíos,
sino que rumia su ley día y noche...