La Biblia está llena de promesas, desde la posesión de la tierra hasta la paz perpetua; promesas mas "materiales" y más "espirituales"; de hecho, del AT se podría decir que es una grande y larga promesa; e incluso el Nuevo, aunque nos pone frente al cumplimiento divino en la resurrección de Cristo, al mismo tiempo nos alecciona de que nuestra salvación es en esperanza (Rom 8,24)... nuevamente una promesa.
Pero quien seriamente sigue el desarrollo de las promesas del AT, puede constatar que ninguna de ellas se cumple literalmente ni en el sentido en que los seres humanos esperamos.
Promesa de la tierra, por ejemplo: comienza con Abraham (Gn 15,18), y si bien puede más o menos verse (efímeramente) realizada en tiempos de David-Salomón, nunca llegó a tener lo límites de los que habla en Génesis, e incluso es hasta un poco dudoso que en tiempos de David se haya llegado a una efectiva cohesión territorial como la que dicen/sueñan las historias de los libros de los Reyes o Crónicas. Andando el tiempo, y a la vista de que la tierra iba a menos, no a más, la propia Biblia comenzó a comprender la espiritualidad de tal promesa, hasta que el NT la reemplazó por la extensión universal de la Iglesia, y la promesa de una "tierra prometida" para la otra vida. Pero literalmente tal promesa no se cumplió nunca, ni por un minuto.
Promesa del Templo/presencia de Dios en su pueblo: la promesa de habitar a través del templo en medio del pueblo de Israel (1Re 6,13), que ya de por sí era una concreción de una promesa anterior, mosaica, de ser Israel el pueblo propiedad de Dios (Ex 19,5), que se hace presente entre los suyos a través de la Tienda del Encuentro (Ex 40,34-38), tampoco se cumplió por demasiado tiempo. El pueblo de Israel no llegó realmente a la confesión del Dios único en tiempos de Salomón, y si bien el templo era "de Yahvé", está claro que se manejaban en un horizonte, como mucho, de monolatrismo (convicción de adorar al propio Dios, sin perjuicio de que otros pueblos tuvieran otros dioses, ver 1Re 11), no de monoteísmo, y menos del monoteísmo estricto del ideal de Deuteronomio (Dt 6,4ss, por ej.). Tras eso el pueblo se escindió, el templo de Jerusalén no dejó de ser simplemente un templo tribal, a pesar de los intentos de la reforma de Josías y del espíritu deuteronómico del siglo VII de llevarlo a ser presencia directa de Dios entre su pueblo. Al final fue destruido, y todas aquellas promesas resignificadas. Es verdad que en el siglo V fue reconstruido, y unos siglos más tarde reformado con mayor esplendor, pero había comenzado ya la dispersión judía, un movimiento irrefrenable que hizo que necesariamente tierra y templo terminaran siendo entidades de cohesión más simbólicas que materiales. La destrucción final del templo de Jerusalén por Roma en el año 70 terminó de espiritualizar la promesa, que ahora era, para los judíos, el templo de la observancia legal, y para los cristianos, el templo espiritual de la comunidad cristiana reunida en torno a su Señor.
Promesa del mesías davídico: si bien nosotros la consideramos cumplida en Jesús, ni remotamente se corresponde a la promesa literal de 2Sam 7, que no habla de un reino espiritual ni de una perennidad en el cielo, sino de un reino muy concreto, el de Israel, que desapareció, y una perennidad política en el tiempo, que por lo tanto nunca tuvo. A tal punto es así, que ya después de la vuelta del destierro, en el siglo V a.C., el propio judaísmo reinterpretó el mesianismo en términos más sacerdotales y menos políticos, al punto que en época de Jesús no se esperaba unánimemente un mesías davídico, sino que los diversos grupos reinterpretaban la promesa en términos también diversos.
Tras la debacle del año 70 el judaísmo dio un giro a su convicción mesiánica y cristalizó la espera de un mesías escatológico, final, que viniera a restaurar Israel e instaurar una era distinta a la nuestra. La fe cristiana ya estaba haciendo ese camino al releer el mesianismo de Jesús en clave del regreso inmediato de Jesús que vendría a traer una era de paz (cosa que, dicho sea de paso, tampoco se cumplió, al menos como lo esperaban los primeros cristianos, 1Tes 4,15-17).
Podríamos seguir viendo promesa por promesa, pero la realidad es que más o menos todas dependen de estas tres: tierra, templo, reino. Ninguna de las cuales se cumplió ni se cumplirá literalmente. David Clines, que en su pequeña obra de 1978, "El tema del Pentateuco"[1], abrió una nueva clave de comprensión de los cinco primeros libros de la Biblia entendidos como una unidad, enuncia tal "tema del Pentateuco" de esta manera: "El tema del Pentateuco es el cumplimiento parcial, que implica también el incumplimiento parcial, de la promesa o bendición de los patriarcas." (op. cit. pág. 30). Personalmente, la noción de que el "incumplimiento" de una promesa pueda ser "tema" de una proclamación me parece un hallazgo brillante. Muchas veces el cristiano se siente "rechazado" por el AT, porque va a él pensando que encontrará rastros muy claros del futuro Mesías, de Jesús, pero resulta que allí no se promete lo que luego se cumple en él, y más bien se promete lo que luego no se cumple. Nada resulta ser del todo literal.
Los Padres insitieron mucho en que en el AT había que buscar a Cristo, incluso llegamos a la célebre fórmula de san Agustín: "En el Antiguo está oculto el Nuevo, el el Nuevo el Antiguo está manifiesto" (in vetere novus latet, et in novo vetus patet), o a aquella otra de san Jerónimo: "Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo". Las dos son ciertas, a condición de que no le pidamos demasiada literalidad, ni al Antiguo respecto del Nuevo, ni a las Escrituras respecto de Cristo. Si los Padres fueron muy cuidadosos en señalar que en el AT había que buscar sobre todo el sentido "espiritual", que es el que me presenta a Cristo (lamentablemente esto degeneró en confundir lo espiritual con lo alegórico), la crítica moderna se ha encargado de acabar la tarea en el Nuevo: no es lo biográfico lo que revela a Jesús, sino otra cosa que está subyacente a él, y que a falta de un nombre más propio, lo llamaremos, con la Dei Verbum, su "verdad salvífica" (DV, 7[2])
¿Cómo orientarnos, entonces? ¿qué le puedo pedir a la Biblia para que me oriente de cara a esperar lo que realmente me ofrece Dios, y cómo reconocer eso que me ofrece?
Yo creo que un buen punto de partida para hacernos esta pregunta lo constituye una promesa del AT, incumplida, pero que sin embargo el NT da como ya realizada: se trata de un punto capital, la promesa de Dios de escribir su Ley en nuestros corazones. En realidad aparece en distintos momentos del AT (Ez 36,27; Joel 3,1), ligada sobre todo a la efusión universal del Espíritu, que nosotros consideramos cumplido en Pentecostés. Pero el sitio donde con más claridad aparece es en Jr 31,33-34.
El NT da por cumplida literalmente esa promesa en Hebreos 10,16, donde cita a Jeremías para asegurar que en el sacrificio de Cristo está ya realizada por completo la remisión de los pecados, y por tanto la condición que sentaba aquel pasaje profético.
También Romanos 2,15 hace alusión a la Ley en los corazones, pero a través de la noción estoica de "ley de la conciencia"; en el pasaje asegura que los paganos que cumplen sin saberlo la ley divina, es porque la tienen escrita en sus corazones, así que si bien ayudó mucho a que la antropología cristiana a desarrollar la fundamental noción de "conciencia moral", no puede considerarse estrictamente un pasaje que se apoye en la promesa de Jeremías, es más bien convergente con él.
"Eppur si muove", lo cierto es que la Ley está solo muy imperfectamente en nuestros corazones, la conciencia nos responde siempre que la apoyemos mucho con medios naturales y sobrenaturales (el maestro en este tema es San Newman, con su Carta al Duque de Norfolk), y seguimos teniendo que impetrar el perdón de nuestros pecados una y otra vez. La promesa no está cumplida. Es uno de los tanto temas sobre los que tenemos que agachar la cabeza y decir: sí, ya, pero todavía no.
No obstante, Hebreos nos da una clave que, si la sabemos leer, abre un poco la comprensión de cuál es el punto de fuga de aquel incumplimiento que es a la vez, desde el punto de vista de Dios, un cumplimiento. Dice:
«'Esta es la Alianza que pactaré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en su mente las grabaré,' añade: 'Y de sus pecados' e iniquidades 'no me acordaré ya.' Ahora bien, donde hay remisión de estas cosas, ya no hay más oblación por el pecado. Teniendo, pues, hermanos, plena seguridad para entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne, y con un 'Sumo Sacerdote' al frente de la 'casa de Dios,' acerquémonos con sincero corazón , en plenitud de fe, purificados los corazones de conciencia mala y lavados los cuerpos con agua pura.» (Heb 10,16-22).
Quiero quedarme con esta expresión: "a través del velo, es decir, de su propia carne". No podría ser más apropiada: si Cristo es el Hombre nuevo, en su carne se realizan las promesas dadas al hombre. "Parcialmente cumplido, parcialmente incumplido": Incumplido, en cuanto la Ley no está en mi corazón, sigo dependiendo de leyes escritas y de las mismas elementales orientaciones que requirió Adán. Cumplido, en cuanto en el hombre Jesús, en su carne, atravesando el velo y llegando a su corazón, se llega a encontrar esa Ley perenne en su forma divina, y por tanto ya no escrita.
Cuando digo aquí "corazón" no me refiero a ninguna metáfora moderna, sino a lo que representa este órgano en general en la Biblia, y en especial en la cita de Jeremías: el complejo formado por el sentimiento, el pensamiento, la percepción, la mirada. Si esa realidad total ve en Dios, no necesita Ley. ¿Hay algún hombre en esas condiciones? Sí, el hombre-Jesús. Tal como lo declara el himno de Carta a los Filipenses 2, que antes de describir el camino de Jesús, nos exhorta a tener su misma "frónesis". Esta palabra, que unas traducciones vuelcan como "sentimientos" (Biblia de Jerusalén, Nácar-Colunga, CEE), otros como "actitud" (Nueva Biblia Española), "manera de pensar" (Reina Valera 1995, nota), designa en realidad lo mismo que el "corazón" del que habla Jeremías: si decimos "sentimiento", nos quedamos cortos, si decirmos "criterio" o "modo de pensar", inevitablemente intelectualizamos. Es más bien la actitud vital, que Jesús realizó toda su vida, y que los santos fueron encontrando e imitando en él, de dejarse atravesar por la mirada de Dios: se anonadó a sí mismo, y ver la realidad que en torno desde esa mirada.
La frónesis de Jesús lo lleva -instintivamente se diría- a tomar la decisión más ajustada a la Ley divina: tocar al paralítico y quedar impuro, dialogar con la adúltera en privado (además de salvarla del linchamiento), alejarse de multitudes animalizadas (Lc 4,28), pero no rehuir al peligro (Jn 12,27). Supera la Ley porque la cumple verdaderamente, sin ajustarse a ninguna letra, simplemente se abaja, desaparece de sí mismo y sólo vive en el Padre. Sus actitudes, sentimientos, percepciones de la realidad son ejemplares en tanto muestran cómo es el "ver desde Dios" con la Ley del corazón. Y cuando me refiero a actitudes y sentimientos me refiero a gestos concretos: los gestos, las reacciones de Jesús en el Evangelio son la realización de esa Ley escrita en el corazón.
Es evidente que nosotros no podemos hacer eso mismo, nuestros movimientos vitales no expresan de manera inmediata la Ley de Dios en nuestros corazones, sin embargo sí podemos tener su frónesis en nosotros, no porque percibamos como él sino porque, en la meditación continua del Evangelio, lo percibimos a él, y al percibirlo a él, se va haciendo nuestro el percibir como él. Sin que podamos nunca erigir nuestro propio obrar como expresión de esa Ley.
Se cumple así con algo que parece nuestro esfuerzo pero es en realidad el movimiento de la gracia en nuestra vida, la incumplida promesa de tallar en nuestros corazones la Ley de Dios.
[1] Clines, David, "The theme of Pentateuch", Sheffield Academic Press, 1997, 2ª ed. Lamentablemente no hay versión castellana de esta obra fundamental.
[2] Ver sobre este punto la reciente respuesta de P. Francisco en el punto g de la respuesta al primer "dubium" de algunos cardenales en relación al Sínodo, en donde utiliza esta noción de "verdad salvífica" para distanciar la comprensión católica de la Escritura de una comprensión puramente literalista.