Es una pregunta amplísima; responderla de una manera más o menos completa excede los límites lógicos de un escrito como los de este libro de preguntas. Sin embargo, no por eso dejaré de intentar darle algunas sugerencias para seguir pensando el tema.
Identificamos muchas veces a la Providencia de una forma un poco mecanicista y material: Dios nos da las cosas que nos hacen falta, como si hubiera un cupo al que tengo que llegar, y si me faltan los cinco del queso, Dios los pondrá. Quizás esa imagen sea un poco tosca, pero muy gráfica. Es natural que lo imaginemos así: lo tenemos grabado en nuestro concepto espontáneo de la 'religión': Dar para recibir, dar a Dios la honra que merece, para que él me lo devuelva en la forma de una retribución que me haga más llevadera esta vida llena de injusticia y a veces desproporcionadamente pesada.
Incluso la Biblia por momentos asume ese concepto "retribucionista" de la relación con Dios: está en la base de una de sus más importantes tradiciones históricas, la "Deuteronomista", de hacia el siglo VI-V a.C. No debemos olvidar que la Biblia -aun cuando es palabra de Dios- se nutre de todo el desarrollo histórico del hombre, así que si una forma de pensar es "natural" seguro que tiene su eco en la Biblia, aunque luego ella misma lo haya ido superando y presentando una más depurada imagen de Dios.
Sin embargo, el fondo de la promesa de Dios al hombre, el núcleo en lo que consiste la revelación de Dios al hombre, no tiene que ver con darle o con recibir, sino con estar: la promesa es el "Emannu-El": Dios-con-nosotros (Is 7,14). Cuando Moisés le objeta a Dios que mal puede ser su representante ante los israelitas si ni siquiera sabe qué Dios es el que le está hablando, Dios le responde: "Soy el que voy viniendo" (Ex 3,14), o "Soy el que soy", "Soy el que permanece", la traducción de ese Nombre es de una riqueza insondable; san Juan lo traduce "Yo Soy" (Jn 8,24.28.58), y el autor del Apocalipsis: "El que es, era y va a venir" (Ap. 1,8); San Pablo prefiere decir "El Nombre sobre todo nombre" (Flp 2,9). "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo", dice Jesús en la frase que cierra el evangelio de San Mateo. Se trata siempre de lo mismo: Dios no da cosas, sino que SE da.
El mayor acto de providencia de Dios consiste en compartir con el hombre su destino de anonadamiento y muerte: "se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo". A partir de la muerte verdadera de Jesús, no una apariencia ni un representación teatral, sino muerte absurda y sinsentido (como toda auténtica muerte), ya no queda nada en lo que Dios no haya estado. Así que ahora es cierta la previsión del salmo: "Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro" (Sal 139,8).
La providencia es el nombre religioso que le damos al cumplimiento de la promesa divina de estar siempre y de antemano allí donde está el hombre, de manera que lo más gozozo es un gozo compartido con Él, y lo más terrible y despojado del dolor del hombre es una cruz que lleva con nosotros: "Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación" (Sal 68,20) y también: "Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá." (Sal 27,10).
Algunas veces esa providencia se manifiesta como actos concretos de donación que nos hace de lo que más necesitamos en un determinado momento: como le hace encontrar a Pedro de una manera bastante cómica la moneda para pagar los impuestos (Mateo 17,24), pero no es ése el concepto de providencia que Jesús nos inculca. Más bien lo que Jesús quiere que nos liberemos es de las preocupaciones de la necesidad: "Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura" (Mt 6,33).
No se asusta Jesús de que necesitemos cosas más concretas que el Reino y su Justicia y se las pidamos: "Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!" (Mateo 7,11), pero nos inculca una y otra vez sobre Dios un concepto más alto, y por tanto una exigencia religiosa más pura: no estar preocupados por nosotros mismos, sino por Él, y dejar que sea Él quien esté ocupado con nosotros: "No andéis preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?" (Mateo 6,31)
Cuando dejamos de preocuparnos, es decir, cuando dejamos de pretender ser dueños de nosotros mismos y de nuestro destino, es cuando la providencia se percibe verdaderamente, de dos maneras:
-porque nuestros deseos se van reduciendo a una medida humana y no sobrehumana, y por tanto se colman con más sencillez,
-y porque al dejar de estar mirándonos tenemos posibilidad de ver la actuación de Dios en cosas y ocasiones que en la vida diaria pasamos por alto. E incluso podemos descubrir por qué era mejor que Dios no actuara en tal situación en la que con toda la lógica del mundo nosotros hubiéramos pensado que debía resolverse de tal otra manera.
Es el estar-ahí, con-nosotros, a-la-mano, lo que hace de Dios un Dios de providencia, que provee, pero que fundamentalmente pro-ve, ve de antemano y más lejos.
Ahora bien, Dios a-la-mano, sí, pero no disponible y manipulable. Con la tendencia que tenemos a fabricarnos ídolos, Dios se guarda y nos guarda muy bien para que podamos descubrirlo, para estar verdaderamente con Él, no con una fantasía nuestra ni un amigo imaginario. Y así, el mayor acto de providencia de Dios es cuando se esconde y parece alejarse de nosotros, hasta que llegamos a decir, con el salmista y con Jesús, "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Cuando Dios se ausenta, está limpiando nuestro ser, quitándole la escoria de la religiosidad natural y su transaccionismo: te doy, me das, estoy, estás, te honro, me honras. La ausencia de Dios provoca la memoria del obrar pasado de Dios en nuestra vida ("cuando mi alma se acongoja te recuerdo", dice el salmo), y nos enseña que la auténtica forma de la fe es la esperanza ("¿por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? espera en Dios que volverás a alabralo: 'Salud de mi rostro, Dios mío'", concluye el mismo salmo 42).
Un teólogo contemporáneo (P. Tillich), en una obra difícil y llena de escollos, trae sin embargo una luminosa idea sobre la providencia: la providencia no es es otra cosa que la creatividad divina aplicada a la historia: a la historia de los hombres y a la de cada hombre. La providencia es la cara divina de lo que en el hombre es la confianza de que este mundo, esta historia, estos hechos, hasta llegar a esta microhistoria que me rodea, en la que estoy yo mismo embarcado, tienen sentido, no son un puñado de inconexas partículas arrojadas al azar.
Me encanta... pero no es nada fácil lo que planteas... por ejemplo, cuando dices: "Cuando dejamos de preocuparnos, es decir, cuando dejamos de pretender ser dueños de nosotros mismos y de nuestro destino, es cuando la providencia se percibe verdaderamente, de dos maneras:" No hay mas que ver la televisión, poner la radio, navegar por internet, leer la prensa... y continuamente nos "bombardean" precisamente con "ser dueños de nosotros mismos y de nuestro destino" como la imagen perfecta del "hombre Moderno" bla bla bla...
Efectivamente, Isidro, esa es la forma específica que adquiere el «no serviré!» en nuestra época:
«Solicitado por la publicidad, el hombre se descubre como un ser de deseos sin límites y con un poder tal, que quisiera anular el tiempo, el espacio, el destino de la muerte y del nacimiento.» (Paul Ricoeur, en Las ciencias humanas y el condicionamiento de la fe).
Pero no es algo específicamente moderno, es sólo el matiz moderno del fenómeno humano: El querer ser autofundamento de sí mismo, la búsqueda febril del poder sobre algo, así fuera la ínsula Barataria, a toda costa, no es moderno. Tenemos ejemplos de gente que a lo largo de la historia ha conseguido luchar y vencer (santos, artistas, gente de genio, por no hablar de la gente simplemente "de bien"); tras ese vencimiento siempre hay actos notables de providencia que salen a la luz.