Sin la presencia del Espíritu Santo no hay vida cristiana, es él el que clama en nuestro interior, el que tiene las palabras adecuadas para dirigirse al Padre (ya que "no sabemos orar como conviene", Rm 8,26), y el que conduce toda nuestra vida. Por esto, donde hay un cristiano, un bautizado, hay ya Espíritu Santo.
Sin embargo en los textos del NT aparece con frecuencia la distinción entre el bautismo que confiere la vida nueva de Cristo resucitado, y la imposición de manos, que lleva a plenitud la presencia del Espíritu. Por ejemplo, puedes verlo en Hechos 8,12-17 (la conversión de Samaria). Precisamente con base en este texto y en algunos otros, la tradición primitiva entendió que el bautismo lo pueden administrar diversos ministros, pero que el don del Espíritu es propio del ministerio del Obispo.
De allí que, aunque inicialmente el bautismo y la confirmación se administraban juntos, se hacía distinción en los signos.
Con el tiempo, en Occidente, los dos sacramentos se fueron separando para que pudiera ser el obispo el que administraba la confirmación. En el bautismo quedó como signo de la antigua confirmación la unción con el santo crisma.
Pero no es del todo correcto acentuar tanto en la predicación que con el bautismo recibimos el Espíritu Santo, ya que lo recibimos pero no en la plenitud que nos hace adultos en la fe. Debería aclararse a la gente que el Espíritu, en tanto fuerza de Dios, está presente siempre (¡incluso antes de bautizarnos, ya que no llegaríamos a la fe sino porque el Espíritu nos llama!), pero que su plenitud requiere de una realidad sacramental propia.
Puedes leer para más detalles el Catecismo de la Iglesia Católica, nn 1285ss.