El lenguaje religioso está lleno de expresiones que, tomadas en sentido llano o directo, pueden inducir a error sobre su verdadero significado. Para comprender esto, nada mejor que evocar el principio que sienta san Agustín en su bellísima e imprescindible Carta a Proba acerca del Padrenuestro:
«...cuando dice el Apóstol: Vuestras peticiones sean presentadas a Dios, no hay que entender estas palabras como si se tratara de descubrir a Dios nuestras peticiones, pues él continuamente las conoce, aun antes de que se las formulemos; estas palabras significan, mas bien, que debemos descubrir nuestras peticiones a nosotros mismos en presencia de Dios...» (Carta 130, una significativa selección de la carta se lee en el Oficio le Lecturas, en la semana XXIX del TO).
Cuando damos "Gloria" a Dios, no le estamos pretendiendo otorgar algo que él no tenga, sino amonestándonos de reconocer la que Él ya es y tiene, pero que nosotros podemos (y tendemos a) pasar por alto.
Esto mismo puede decirse de muchísimas expresiones de la liturgia, lo cual nos indica también la seriedad con la que deben ser proclamadas, ya que no se dirigen solo a Dios sino a cada uno de los hombres que las pronuncian y escuchan, para llevarlos a la conversión. Esto solo debería bastar para dar por tierra a ese manido argumento de que no importa cómo se lea en misa o cómo se cante porque Dios lo entiende igual... ¡sí que importa! porque Dios no necesita que le recitemos su palabra o que le lleguemos al corazón con nuestro canto, ¡pero nosotros sí que necesitamos escucharla bien leída y cantada una y otra vez en su presencia!
En cuanto a la piedad, la palabra misma es polisémica, no solo tiene el sentido de sentir pena o lástima (diría que incluso ese no es el sentido principal), sino sobre todo el de ser capaz de abajarse hasta la altura del otro, por tanto cuando le pedimos a Dios piedad le pedimos que haga con cada uno de nosotros lo que él anunció que deseba hacer por todo hombre: "abajarse a sí mismo tomando la condición de esclavo" (es decir: la nuestra). Lo que le pedimos es que rebaje su corazón a nuestra altura, es decir, que tenga miseri-cordia, que haga su corazón mísero, para alcanzar así nuestra miseria.
¡No desea Dios que le pidamos otra cosa, ni espera que se lo digamos dos veces para abajarse a nuestra altura, y más bajo aun, hasta la cruz!
Pero todo esto no es sino la muestra de que el lenguaje religioso no puede leerse con los ojos de la lógica plana y exterior del lenguaje fenoménico: el lenguaje religioso penetra la capa exterior de la realidad y llega a poder nombrar lo profundo y escondido de esa realidad, es lenguaje eminentemente simbólico.
En nuestra época técnica y fenoménica corremos el peligro de creer que el símbolo es "meramente símbolo", como si eso fuera menos que real, cuando lo cierto es que el símbolo llega a decir siempre mucho más que el lenguaje que llamamos "realista", que se mantiene en los márgenes y en la superficie de la verdadera realidad.
Ahora bien, para decir más que lo fenoménico, que la lógica de lo visible, muchas veces el lenguaje religioso tiene que proponernos contradicciones, verdaderas rupturas con lo que creemos decir con el lenguaje. Por ejemplo, el salmo 50 dirá:
«No te reprocho tus sacrificios,
pues siempre están tus holocaustos ante mí.
Pero no aceptaré un becerro de tu casa,
ni un cabrito de tus rebaños;
Pues las fieras de la selva son mías,
y hay miles de bestias en mis montes;
conozco todos los pájaros del cielo,
tengo a mano cuanto se agita en los campos.
Si tuviera hambre, no te lo diría;
pues el orbe y cuanto lo llena es mío.
¿Comeré yo carne de toros,
beberé sangre de cabritos?»
Pero entonces, ¿reprocha o no reprocha los sacrificios? porque pareciera que aquí se afirma una cosa y su contraria: "no te reprocho tus sacrificios", pero "no aceptaré un becerro de tu casa". La resolución no es lógica, sino de genuina humildad religiosa, de aquel que debe aceptar que la relación con Dios no es bilateral:
«Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza,
cumple tus votos al Altísimo
e invócame el día del peligro:
yo te libraré, y tú me darás gloria.»
(y de paso: es Dios quien pide que se le dé gloria, no el hombre el que la ofrece).
Si lo tuviéramos que exponer en lenguaje prosaico lo que dice este salmo es que Dios recibe los sacrificios que el hombre le hace, pero no con el sentido material que esos sacrificios tienen, de "alimentar" o "engrandecer a Dios", sino con el propósito de permitir al hombre que manifieste la gloria que Dios ya tiene. Para decir eso acude a una aparente contradicción, habitual en la lógica poética e intolerable en la lógica de nuestra vida cotidiana.
El lenguaje de la fe logra reconciliar los contrarios, pero no por vía de diluir los choques y endulzar las aristas, sino proponiéndonos superar nuestra lógica de la superficie, en bien de descubrir que es el hombre el que se tiene que elevar para alcanzar al Dios que está más allá de todo lenguaje, más allá de toda afirmación y también de toda negación. Como lo dirá Meister Eckehardt: "Si dices que Dios es, no es; pero si dices que no es, es"