Ciertamente que excede con mucho la temática de este libro de preguntas, pero ensayo una respuesta sin duda incompleta, pero que puede dar algunos elementos para pensar la cuestión. Es bueno remitirse a los capítulos del Catecismo que tratan de la esperanza cristiana (nn 988 a 1065).
Puede ser importante trazar a grandes rasgos la historia de las concepciones del cuerpo y del alma:
En la antropología bíblica del AT rige en general una concepción "monista", es decir, el hombre es una unidad (visible en su cuerpo) que está insuflada por el "nefesh", el aliento vital, pero ese "nefesh" no tiene ninguna sustancialidad propia, no es el alma, sino el principio de movimiento y vitalidad. No sobrevive a la vida corpórea del hombre; de allí que el AT no tenga realmente una respuesta a la pregunta por la vida después de la muerte; a lo sumo concibe vagamente un reino de sombras (el Sheol) a donde bajan los muertos, pero no continúa allí una vida personal, y está, desde luego, definitivamente separado de Dios. La trascendencia personal, para el AT, está en la supervivencia del clan, de la familia. Pueden verse todas estas ideas desarrolladas poéticamente en el cántico de Ezequías de Is 38,9ss.
El desarrollo de una concepción más individual de la vida del hombre, que comienza a despuntar con Jeremías, en la segunda mitad del siglo VIIaC, y se afianza en el destierro, con Ezequiel (siglo VI) va a hacer que la pregunta por el valor de cada vida humana se presente como una pregunta más acuciante. De momento, en los siglos de la dominación persa, solo aparece en forma de pregunta: ¿qué vale una vida si acaba con la muerte? Es una de las preguntas que subyacen a los libros "revulsivos" de Job y Qohelet. No dan ninguna respuesta, pero muestran que las categorías éticas tradicionales, correspondientes a una antropología de clan, no responden al problema que cada hombre se plantea.
El contacto más intenso con la civilización griega, a partir del siglo IVaC trae algo del lenguaje tradicional griego, sobre todo la palabra "psijé", alma, que la traducción griega del AT, de los LXX (siglo III), incorpora con gusto; esta palabra aparece unas 800 veces en la traducción del AT.
Ni siquiera los libros del AT de original griego (los 7 Deuterocanónicos) usan la palabra psijé en sentido dualista, pero ya comienza a despuntar el intercambio con una cultura como la griega, que es extraña al AT.
En la tradición filosófica griega, representada sobre todo por Pitágoras y Platón, se aceptan principios como la preexistencia de las almas, y por tanto la idea de transmigración, de vida (del alma) tras la muerte, y en general afirmaciones que parecen requerir un segundo principio sustancial al lado del cuerpo.
Ni siquiera Aristóteles llega a superar eso, porque si bien usó la palabra "alma" (psijé) como forma del cuerpo, y por tanto (según su propia teoría de la materia formada), el cuerpo y el alma como coprincipios, reservaba una cierta "mente" (Nous) sustancial y supracorpórea, que en sus propios escritos no queda claro si es única para todos los hombres (como interpreta la vertiente árabe de comentadores) o si es individual (como interpreta el tomismo).
Con distintos grados, pero hay que decir que la civilización griega es esencialmente dualista, y que en su afán por afirmar el valor eterno del hombre, no se libra de introducir, tarde o temprano, el desprecio a la realidad corpórea, que siempre está manchada por la caducidad y la muerte.
El NT está escrito íntegramente en griego, y si bien traduce en muchos casos una mentalidad semítica, no deja de estar condicionado por el idioma griego y las categorías por él aportadas. No llega a ser dualista gracias a la afirmación de la realidad corpórea de la resurrección del Señor, pero puede verse cómo esta cuestión formó parte del debate inicial de los misioneros como Pablo que buscaban adentrarse en el horizonte de la cultura grecolatina (por ejemplo: 1Cor 15).
A partir del siglo II aparece en el horizonte la amenaza de un nuevo pensamiento: el gnosticismo, que si bien no nace de la fe cristiana, crece junto con ella, con elementos importados tanto de la fe cristiana, como del platonismo, del mazdeísmo y de otras corrientes orientales. Su resultado es una construcción radicalmente dualista: el alma preexiste al cuerpo, y su presencia en el hombre es en forma de prisión corporal. La tarea del conocimiento salvador (gnosis) es encontrar el recuerdo del origen celestial, y liberar al alma a través de ese recuerdo, para que vuelva a la plenitud (pléroma) de donde ha caído: todo hombre contiene una chispa (caída) de divinidad. La vida corpórea de Cristo es, por lo tanto, una apariencia, y lo mismo debe decirse de su muerte en cruz, algo que solo ocurrió como imagen, pero no en la realidad, ya que el verdadero Cristo subsistía íntegro en su apariencia corporal (docetismo).
Este pensamiento gnóstico fue el gran desafío de la fe por varios siglos, y fue también la amenaza que ayudó a perfilar mejor las categorías antropológicas cristianas. Puede verse cómo el evangelio de Juan y sobre todo la Carta I de Juan (que se escriben cuando este gnosticismo está naciendo) luchan denodadamente contra el docetismo propio del pensamiento gnóstico (1Jn 4,2). Más avanzado el siglo II y bien entrado el III, los Padres tendrán esta lucha en el centro de su pensamiento: aceptarán plenamente la doble composición del hombre, alma y cuerpo, pero tratando de insuflar en ella una teología creacionista, con lo que implica reconocer la bondad del cuerpo, y el propósito de Dios de crearlo.
De entre ellos sin embargo Orígenes (inicios del siglo III) es el que más resbala hacia el dualismo gnóstico, aceptando la preexistencia del alma, y por tanto la noción del cuerpo como cárcel.
San Agustín (siglo IV-V) si bien se mantiene en la ortodoxia creacionista, no puede evitar dar cierto lugar a sus orígenes maniqueos, y opone cuerpo y alma como dos realidades prácticamente sustanciales, distintas y enfrentadas. Dado qeu su pensamiento fue el más influyente en la teología medieval, ese lenguaje ayudó a formular algunos dogmas, y el pensamiento mismo de la teología hasta el surgimiento de santo Tomás de Aquino, que aun con grandísimo respeto hacia Agustín, de la mano de la teoría aristotélica de la materia-formada logra formular toda una nueva concepción antropológica en donde el alma y el cuerpo se integran más armónica y esencialmente. Puede verse la larga cuestión 76 de la primera parte de la Suma Teológica, en donde aborda precisamente esta cuestión de la unión sustancial del alma y del cuerpo, tratando de superar tanto el monismo, como el dualismo, sobre todo el dualismo más común en la época, que era suponer que el alma movía al cuerpo como un motor, pero de alguna manera extrínseco a él.
Los principos de Santo Tomás en este punto fueron duramente resistidos (e incluso condenados en alguna diócesis), pero finalmente la Iglesia los acepta en el núcleo de su Magisterio, sobre todo a partir del Concilio de Vienne (15º ecuménico, 1311), reafirmado por concilios posteriores.
El alma, en la concepción cristiana (tomista) es la forma del cuerpo, es su principio de vida, y también aquello que recibe el soplo divino del Espíritu Santo, que habita en ella. Esto significa que no está más en una parte o en otra del cuerpo, no es algo exterior que lo mueve o pueda ser menos o más, o sustraerse si sus potencias corpóreas están disminuidas o aumentarse en el caso contrario: el alma no es una "cosa" que está suelta en el hombre, o solo tenga que ver con su cerebro.
Si bien es verdad que la facultad fundamental del alma es la que le capacita para la contemplación eterna de Dios, a esa contemplación va encaminada toda la vida del hombre, no solo sus facultades "superiores", sino todas, por tanto podemos decir que el alma dispone a todo hombre a recibir el llamado del Espíritu a la bienaventuranza eterna. También de aquel que carece de facultades cerebrales para entender ese impulso o formularlo, y también del niño que aun no puede usar las facultades racionales. El alma no es la conciencia, aunque sin duda somos concientes por el alma, ni es lo mismo que el pie, aunque el pie se mueve con sentido gracias al alma. Así que todo ser humano tiene alma, y esa alma siempre está en disposición de recibir la iluminación espiritual. Esa alma debe ser preparada por el bautismo para recibir la fuerza del Espíritu que la capacita para llegar hasta Dios. Sin el bautismo el hombre está cerrado al mundo de Dios. Pero no sabemos realmente cómo juzga Dios la realidad de cada uno. Ni somos Dios ni nos podemos poner en su lugar. Afirmar que "los niños no bautizados van al infierno" es un exceso, pero la presunción contraria, afirmar que los niños no bautizados, por el hecho de su inocencia natural, merecen el cielo, es también un exceso, es ponerse en el lugar de Dios, ¡qué sabemos nosotros del mérito o demérito de otro, si no lo sabemos de nosotros mismos?
La Iglesia confía todas las almas a la misericordia de Dios, a su amor incondicional al hombre, y esperamos y deseamos junto con él que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Trabajamos por ello dando el bautismo en cuanto sea posible darlo, y lo demás queda en las manos y en el juicio de Dios (Catecismo, nº 1261).
El alma es el principio de vida, movimiento y conciencia del hombre, es creada, pero no como una cosa que viniera a agregarse al hombre desde afuera, sino en el mismo sentido en que decimos que el hombre es creado, y subsiste al hombre en espera de la restauración final de la vida corpórea, que afirmamos por la fe, aunque no podemos imaginar de ninguna manera (como tampoco podemos hacernos una inagen del propio Cristo resucitado).
El alma en estado de espera (en el cielo) no es la vida del hombre en plenitud: la vida en plenitud es la vida corpórea, el cielo nuevo y la tierra nueva, pero cuando muere esta vida que experimentamos ahora, quedamos preparados para recibir la plenitud de esa vida corpórea, plenitud que provendrá de Dios, que nos dará la vida eterna a imagen de su Hijo, resucitado en su Cuerpo glorioso, al que contemplaremos eternamente, en un tiempo eterno de dicha.