Introducción general
Jerusalén, más concretamente el monte Sión con su templo, ha despertado desde antiguo un mundo de soterrados e inefables sentimientos. Es el lugar que Dios ha elegido para morada de su nombre. Las gestas de Dios en el pasado han quedado esculpidas en piedra. Contra este baluarte se han estrellado los enemigos de Dios y de la ciudad. Para quien acceda a Jerusalén, a celebrar el renombre de Dios, el pasado es un elocuente testimonio de Dios, mientras comienza a vislumbrarse un futuro dichoso. Todo esto significa "la ciudad de nuestro Dios", a quien el salmista dedica su canción lírica.
Momentos del salmo que pueden tenerse en cuenta a la hora de rezarlo comunitariamente: Himno de alabanza: "Grande es el Señor... como un alcázar" (vv. 2-4). Evocación del pasado: "Mirad... naves de Tarsis" (vv. 5-8). Respuesta presente: "Lo que habíamos oído... con tus sentencias" (vv. 9-12). Invitación al compromiso: "Dad la vuelta... siempre jamás" (vv. 13-15).
La ciudad de nuestro Dios
La grandeza de Jerusalén y de su templo estriba en ser la "ciudad de nuestro Dios". Mientras el templo esté en pie, los moradores de Jerusalén y de las ciudades filiales se creerán seguros (Jr 7,10). No obstante, Jerusalén y el templo pueden generar una falsa seguridad, si se disocia el santuario de quien lo habita. Por ello, el templo hubo de ser destruido, pero quien lo habita se traslada donde está su pueblo. Es un antecedente que explica la construcción de un nuevo santuario en los tiempos finales. Nosotros nos hemos acercado al nuevo templo, a "la ciudad del Dios vivo" con un pétreo fundamento. En nuestra peregrinación hacia la Jerusalén celestial entonamos el siguiente himno a la ciudad de nuestro Dios.
Elocuencia del tiempo pasado
Las fuerzas del caos y los enemigos históricos de Israel se estrellaron en sucesivas oleadas y se deshicieron contra la "ciudad del Dios de los ejércitos". Ahora comprende el pueblo todo este pasado glorioso. El recuerdo nutre el presente y desde aquí se interpreta el pasado. Lo que se celebra en el fondo es la misericordia de Yahvé para con su pueblo. A la luz del presente de la resurrección del Señor recordamos cuanto hemos visto y oído y podemos afirmar que Dios ha fundado su ciudad para siempre, por cuanto que es Dios quien ha construido esta ciudad. ¿Cómo no alegrarnos con esta sentencia de Dios que condena al fracaso a todos los enemigos? Al rezar este salmo meditamos la inmensa misericordia de Dios.
Una catequesis familiar
Lo vivido y celebrado en el templo impulsa a un compromiso con la generación venidera. Se debe despertar la confianza en Dios y tender a una confesión: "Este es nuestro Dios". De este modo procede Juan: "Lo que hemos oído, lo que hemos visto..., lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida..., os lo anunciamos" (1 Jn 10,1ss). Estamos ante una catequesis familiar que versa sobre "el Primero y el Ultimo, el que estuvo muerto y revivió" (Ap 2,8). Si sobre Él, Dios fundó su ciudad para siempre, se entiende que Él, como Buen Pastor, nos "guíe por siempre jamás". Incluso más allá de la muerte. Desvelar estas convicciones íntimas en el ámbito familiar es formar parte de la tradición viva de la Iglesia. Comprometámonos a ello con el rezo de este salmo.
Resonancias en la vida religiosa
Comunidad fundada por el Señor: La iglesia, comunidad de creyentes, es el monte santo, la ciudad del gran Rey, el anticipo sacramental de la Ciudad celeste. En ella descuella Dios Padre, manifestado en su Hijo Jesús, como un alcázar. Su Espíritu crea unidad, armonía, belleza, fortaleza, alentando misteriosa e infaliblemente la historia.
La comunidad eclesial, a la que pertenecemos, no es el resultado de un convenio colectivo, ni la cristalización de una idea genial de algún hombre. "Dios mismo la ha fundado para siempre". Esta convicción de fe nos lleva a contemplar ya ahora con intuición creyente la derrota y el desmoronamiento de todos aquellos que piensan atacarla y destruirla. "Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella". Los poderes políticos o militares quedarán aterrados y huirán despavoridos; los imperios económicos serán destrozados y no podrán subsistir.
Pero vano sería deducir de ello un triunfalismo narcisista y una autoglorificación de las instituciones que forman la Iglesia. No son ellas las protagonistas, sino sólo Dios, su misericordia, su diestra, llena de justicia. La Iglesia es su Ciudad. Sólo Él le da consistencia.
Nosotros, pequeña comunidad en la gran comunidad eclesial, meditamos la absoluta grandeza de Dios y transmitimos en una peculiar generación de fe nuestra confesión: "Este es el Señor nuestro Dios", aquel que nunca abandona a su comunidad, porque El mismo la ha fundado.-- [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]
Si tomamos el v. 9 como centro, a cada lado se colocan dos estrofas de cuatro versos. El poema está dominado por la presencia correlativa de la ciudad y de Dios. Acumula las referencias espaciales y reitera el nombre de Dios. Si con su presencia Dios engrandece la ciudad, ésta con su contorno ¿no empequeñece a su Dios? El salmo tiene que romper límites y abrir espacios de trascendencia. En él conviven tres mundos: belleza, poder militar, justicia. La belleza puede infundir terror (6s) -como dice Cant 6,4s comparando a la amada con una ciudad-; la justicia es fuente de alegría (11s). En un punto de la tierra se vislumbra la altura sublime del monte de la divinidad; en un punto de la historia se adivina una perpetuidad sin límites.
48,2-4 La primera estrofa desgrana una serie de piropos en oraciones nominales; pero más que el lugar interesa el inquilino. "Monte Santo" equivale a consagrado a la divinidad. "Bello" es adjetivo de localidades en Israel, como Tirsa o Jafa o Naín, y en otras culturas, como Schonstadt o Vallehermoso o Bellavista. "Gozo de toda la tierra": Lam 2,15; envidia de otras montañas: Sal 68,17. "Vértice celeste" equivale a la montaña mítica de los dioses, Monte Casio, Olimpo etc.: cfr. Is 14,15.
48,5-6 A los sustantivos acumulados siguen los verbos acumulados. Alianza, marcha, llegada y fuga se suceden con rapidez y sin pausa. El tema de la alianza de enemigos se hace tópico, penetra en la escatología y la ficción: Ez 38-39; Zac 14,2s; Jdt.
48,7-8 Sorprende la imagen del naufragio: porque el asalto era terrestre y porque Israel no era pueblo marinero. El viento solano, nacido en el desierto y abalanzado sobre el mar, adquiere prestigio de teofanía, como viento que Dios desencadena. El naufragio representa metafóricamente el inútil poderío de los ejércitos. Navios de alto porte figuran como representantes del orgullo humano en la lista de Is 2,12-17, y Tiro aparece en figura de navio en Ez 27.
48,9 Verso central. Lo que conocían por tradición, lo conocen ahora por experiencia; como testigos, un día tendrán que trasmitirlo a los sucesores. "Afianzada": Is 62,7, pues también la fundó: Hab 2,12; Sal 87,5.
48,10-12 El tema gira en dirección inesperada, aunque lógica. Para los que sólo veían, la ciudad era manifestación de belleza y poder militar. Los que además meditan descubren otras virtudes divinas: lealtad y justicia. No hay belleza si la contamina la injusticia; el poder militar se justifica por la justa causa (Sal 45,5).@48,13-15 Nuevo cambio en la cuarta estrofa. Los que hablaban en primera persona se dirigen a un grupo no definido. Los complementos de los imperativos producen cierta tensión: examinad la ciudad para hablar... de Dios. Como quien dice, estudiad arquitectura para explicar teología.
El final nos sorprende con un salto a otra esfera imaginativa: "él nos guía siempre"; algo semejante al final del Sal 23. [L. Alonso Schökel: Biblia del peregrino]
1. El salmo que hemos proclamado es un canto en honor de Sión, "la ciudad del gran rey" (Sal 47,3), entonces sede del templo del Señor y lugar de su presencia en medio de la humanidad. La fe cristiana lo aplica ya a la "Jerusalén de arriba", que es "nuestra madre" (Ga 4,26).
El tono litúrgico de este himno, la evocación de una procesión de fiesta (cf. vv. 13-14), la visión pacífica de Jerusalén que refleja la salvación divina, hacen del salmo 47 una oración con la que se puede iniciar la jornada para convertirla en un canto de alabanza, aunque se cierna alguna nube en el horizonte.
Para captar el sentido de este salmo, nos sirven de ayuda tres aclamaciones situadas al inicio, en el centro y al final, como para ofrecernos la clave espiritual de la composición y para introducirnos en su clima interior. Las tres invocaciones son: "Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios" (v. 2), "Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo" (v. 10) y "Este es el Señor, nuestro Dios; él nos guiará por siempre jamás" (v. 15).
2. Estas tres aclamaciones, que exaltan al Señor pero también a "la ciudad de nuestro Dios" (v. 2), enmarcan dos grandes partes del salmo. La primera es una gozosa celebración de la ciudad santa, la Sión victoriosa contra los asaltos de los enemigos, serena bajo el manto de la protección divina (cf. vv. 3-8). Se trata de una especie de letanía de definiciones de esta ciudad: es una altura admirable que se yergue como un faro de luz, una fuente de alegría para todos los pueblos de la tierra, el único "Olimpo" verdadero donde se encuentran el cielo y la tierra. Como dice el profeta Ezequiel, es la Ciudad-Emmanuel, porque "Dios está allí", presente en ella (cf. Ez 48,35). Pero en torno a Jerusalén están acampando las tropas para el asedio, como un símbolo del mal que atenta contra el esplendor de la ciudad de Dios. El enfrentamiento tiene un desenlace lógico y casi inmediato.
3. En efecto, los poderosos de la tierra, al asaltar la ciudad santa, han provocado también a su Rey, el Señor. El salmista utiliza la sugestiva imagen de los dolores de parto para mostrar cómo se desvanece el orgullo de un ejército poderoso: "Allí los agarró un temblor y dolores como de parto" (v. 7). La arrogancia se transforma en fragilidad y debilidad, la fuerza en caída y derrota.
El mismo concepto se expresa con otra imagen: el ejército en fuga se compara a una armada invencible sobre la que se abate un tifón causado por un terrible viento del desierto (cf. v. 8). Así pues, queda una certeza inquebrantable para quien está a la sombra de la protección divina: la última palabra no la tiene el mal, sino el bien; Dios triunfa sobre las fuerzas hostiles, incluso cuando parecen formidables e invencibles.
4. El fiel, entonces, precisamente en el templo, celebra su acción de gracias al Dios liberador. Eleva un himno al amor misericordioso del Señor, expresado con el término hebraico hésed, típico de la teología de la alianza. Así nos encontramos ya en la segunda parte del Salmo (cf. vv. 10-14). Después del gran canto de alabanza a Dios fiel, justo y salvador (cf. vv. 10-12), se realiza una especie de procesión en torno al templo y a la ciudad santa (cf. vv. 13-14). Se cuentan las torres, signo de la segura protección de Dios, se observan las fortificaciones, expresión de la estabilidad que da a Sión su Fundador. Las murallas de Jerusalén hablan y sus piedras recuerdan los hechos que deben transmitirse "a la próxima generación" (v. 14) a través de la narración que harán los padres a los hijos (cf. Sal 77,3-7). Sión es el espacio de una cadena ininterrumpida de acciones salvíficas del Señor, que se anuncian en la catequesis y se celebran en la liturgia, para que perdure en los creyentes la esperanza en la intervención liberadora de Dios.
5. En la antífona conclusiva, es muy bella una de las más elevadas definiciones del Señor como pastor de su pueblo: "Él nos guiará por siempre jamás" (v. 15). El Dios de Sión es el Dios del Éxodo, de la libertad, de la cercanía al pueblo esclavo en Egipto y peregrino en el desierto. Ahora que Israel se ha establecido en la tierra prometida, sabe que el Señor no lo abandona: Jerusalén es el signo de su cercanía, y el templo es el lugar de su presencia.
Releyendo estas expresiones, el cristiano se eleva a la contemplación de Cristo, el templo nuevo y vivo de Dios (cf. Jn 2,21) y se dirige a la Jerusalén celestial, que ya no necesita un templo y una luz exterior, porque "el Señor, el Dios todopoderoso, y el Cordero, es su santuario. (...) La ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero" (Ap 21,22-23). A esta relectura "espiritual" nos invita san Agustín, convencido de que en los libros de la Biblia "no hay nada que se refiera sólo a la ciudad terrena, si todo lo que de ella se dice, o lo que ella realiza, simboliza algo que por alegoría se puede referir también a la Jerusalén celestial" (La Ciudad de Dios, XVII, 3, 2). De esa idea se hace eco san Paulino de Nola, que, precisamente comentando las palabras de nuestro salmo, exhorta a orar para que "podamos llegar a ser piedras vivas en las murallas de la Jerusalén celestial y libre" (Carta 28, 2 a Severo). Y contemplando la solidez y firmeza de esta ciudad, el mismo Padre de la Iglesia prosigue: "En efecto, el que habita esta ciudad se revela como Uno en tres personas. (...) Cristo ha sido constituido no sólo cimiento de esa ciudad, sino también torre y puerta. (...) Así pues, si sobre él se apoya la casa de nuestra alma y sobre él se eleva una construcción digna de tan gran cimiento, entonces la puerta de entrada a su ciudad será para nosotros precisamente Aquel que nos guiará a lo largo de los siglos y nos colocará en sus verdes praderas" (ib.).
[Audiencia general del Miércoles 17 de octubre de 2001]