Introducción general
La época macabaica necesitaba modelos de fidelidad para resistir en la lucha político-religiosa contra la opresión de los seléucidas. En este ambiente se escribe el libro de Judit. La gran lección del mismo es que Dios salva al pueblo de toda adversidad. El enemigo puede engreírse por su fuerza destructora, pero Dios protege a los humildes, venga a los desheredados, salva a los desesperados. Es un Dios fuerte y potente, creador del cielo y de la tierra, Dios de los padres, quebrantador de guerras. Su nombre es el Señor.
Este Cántico [tal como nos lo presenta la Liturgia de las Horas, que cita sus versículos según la Vulgata], está compuesto de dos estrofas. La primera de ellas (vv. 1-2) es un preludio e invitación a la alabanza. La segunda (vv. 13-15) recopila los motivos de alabanza.
Alegría por la liberación
Cuanto mayor es la derrota y la imposibilidad de subsistir, mayor también la alegría por la liberación inesperada. Israel vivió frecuentemente ambas realidades. Sufrió la fuerza aplastante del enemigo y el poder admirable e invencible del "quebrantador de guerras". ¿Cómo no cantar alborozadamente al Dios que salva? Así lo hizo Judit. Así se comportó también María cuando engrandeció al que "desplegó la fuerza de su brazo". Del mismo modo actúa la Iglesia liberada de los peligros acechantes por la mano fuerte y el brazo extendido de Dios. Ni al apóstol ni al cristiano les está permitido desfallecer: la fuerza de Dios se manifiesta en la flaqueza humana. Si los peligros y las persecuciones se multiplican, debemos "cobrar ánimo y levantar la cabeza porque se acerca nuestra liberación" (Lc 21,28). Esa liberación definitiva es la que ya ahora celebramos.
Hacia la creación definitiva
Si todo fue creado por la palabra y el espíritu, todo queda abierto a la acción del Verbo -el principio de las obras de Dios- y a la intervención del Espíritu, que transforma el corazón del hombre para reintroducirlo en el gozo del edén. Efectivamente, en Cristo ha nacido un nuevo ser. Poseyendo la plenitud del Espíritu, lo comunica a todos los hombres para hacer de ellos una criatura nueva. Con ella comienza el nacimiento del nuevo mundo. Todo se encamina hacia la novedad: "El primer cielo y la primera tierra han desaparecido... Entonces el que está sentado en el trono declaró: He aquí que hago todas las cosas nuevas" (Ap 21,1-5). Es la forma definitiva por la que Dios es propicio a sus fieles. Pidamos ahora una sublime esperanza para todos los creyentes, especialmente para los oprimidos.
Resonancias en la vida religiosa
La cruz no es signo de aplastamiento: Nuestra comunidad orante puede personificar a todo el Pueblo de Dios como Judit. Nuestra reunión comunitaria simboliza la unión de los hermanos dispersos por el mundo e invita a todos los creyentes a cantar la victoria de Dios, porque hemos recibido la gracia de poder percibirla en medio de sistemas y estructuras que aparentemente la contradicen y niegan. Dios ha vencido al mundo en Cristo. La cruz no es signo de aplastamiento. Es la paradójica señal de la victoria del Resucitado. En la cruz se ha puesto fin a la guerra y se ha demostrado en la debilidad el fantástico poder de Dios.
Marcada por la cruz de Cristo, nuestra fraternidad sigue proclamando obstinadamente el glorioso mensaje de la resurrección. Con una fe ilimitada confesamos lo que nadie se atrevería a confesar: que nada puede resistir a la voz del Señor, ni nosotros, ni los hombres apartados aparentemente de su onda expansiva, ni las fuerzas adversas del mal. Su Palabra es infaliblemente eficaz.
Es difícil ser testigo contra las apariencias. Pero nuestra comunidad, como una nueva Judit, ha de confiar en la ya iniciada instauración del mundo nuevo, de la resurrección victoriosa, que se nos anticipa ya en el Espíritu.-- [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]
1. El cántico de alabanza que acabamos de proclamar (cf. Jdt 16,1-17) se atribuye a Judit, una heroína que fue el orgullo de todas las mujeres de Israel, porque le tocó manifestar el poder liberador de Dios en un momento dramático de la vida de su pueblo. La liturgia de Laudes sólo nos hace rezar algunos versículos de su cántico, que nos invitan a celebrar, elevando cantos de alabanza con tambores y cítaras, al Señor, "quebrantador de guerras" (v. 2).
Esta última expresión, que define el auténtico rostro de Dios, amante de la paz, nos introduce en el contexto donde nació el himno. Se trata de una victoria conseguida por los israelitas de un modo muy sorprendente, por obra de Dios, que intervino para evitarles una derrota inminente y total.
2. El autor sagrado reconstruye ese evento varios siglos después, para dar a sus hermanos y hermanas en la fe, que sentían la tentación del desaliento en una situación difícil, un ejemplo que los animara. Así, refiere lo que aconteció a Israel cuando Nabucodonosor, irritado por la oposición de este pueblo frente a sus deseos de expansión y a sus pretensiones de idolatría, envió al general Holofernes con la precisa misión de doblegarlo y aniquilarlo. Nadie debía resistir a él, que reivindicaba los honores de un dios. Y su general, compartiendo su presunción, se había burlado de la advertencia, que se le había hecho, de no atacar a Israel porque equivaldría a atacar a Dios mismo.
En el fondo, el autor sagrado quiere reafirmar precisamente este principio, para fortalecer en la fidelidad al Dios de la alianza a los creyentes de su tiempo: hay que confiar en Dios. El auténtico enemigo que Israel debe temer no son los poderosos de esta tierra, sino la infidelidad al Señor. Esta lo priva de la protección de Dios y lo hace vulnerable. En cambio, el pueblo, cuando es fiel, puede contar con el poder mismo de Dios, "admirable en su fuerza, invencible" (v. 13).
3. Este principio queda espléndidamente ilustrado por toda la historia de Judit. El escenario es una tierra de Israel ya invadida por los enemigos. El cántico refleja el dramatismo de ese momento: "Vinieron los asirios de los montes del norte, vinieron con tropa innumerable; su muchedumbre obstruía los torrentes, y sus caballos cubrían las colinas" (v. 3). Se subraya con sarcasmo la efímera jactancia del enemigo: "Hablaba de incendiar mis tierras, de pasar mis jóvenes a espada, de estrellar contra el suelo a los lactantes, de entregar como botín a mis niños y de dar como presa a mis doncellas" (v. 4).
La situación descrita en las palabras de Judit se asemeja a otras vividas por Israel, en las que la salvación había llegado cuando parecía todo perdido. ¿No se había producido así también la salvación del Éxodo, al atravesar de forma prodigiosa el mar Rojo? Del mismo modo ahora el asedio por obra de un ejército numeroso y poderoso elimina toda esperanza. Pero todo ello no hace más que poner de relieve la fuerza de Dios, que se manifiesta protector invencible de su pueblo.
4. La obra de Dios resulta tanto más luminosa cuanto que no recurre a un guerrero o a un ejército. Como en otra ocasión, en el tiempo de Débora, había eliminado al general cananeo Sísara por medio de Yael, una mujer (Jc 4,17-21), así ahora se sirve de nuevo de una mujer inerme para salir en auxilio de su pueblo en dificultad. Judit, con la fuerza de su fe, se aventura a ir al campamento enemigo, deslumbra con su belleza al caudillo y lo elimina de forma humillante. El cántico subraya fuertemente este dato: "El Señor omnipotente por mano de mujer los anuló. Que no fue derribado su caudillo por jóvenes guerreros, ni le hirieron hijos de titanes, ni altivos gigantes le vencieron; le subyugó Judit, hija de Merarí, con sólo la hermosura de su rostro" (Jdt 16,5-6).
La figura de Judit se convertirá luego en arquetipo que permitirá, no sólo a la tradición judía, sino también a la cristiana, poner de relieve la predilección de Dios por lo que se considera frágil y débil, pero que precisamente por eso es elegido para manifestar la potencia divina. También es una figura ejemplar para expresar la vocación y la misión de la mujer, llamada, al igual que el hombre, de acuerdo con sus rasgos específicos, a desempeñar un papel significativo en el plan de Dios.
Algunas expresiones del libro de Judit pasarán, más o menos íntegramente, a la tradición cristiana, que verá en la heroína judía una de las prefiguraciones de María. ¿No se escucha un eco de las palabras de Judit cuando María, en el Magníficat, canta: "Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes" (Lc 1,52)? Así se comprende el hecho de que la tradición litúrgica, familiar tanto a los cristianos de Oriente como a los de Occidente, suele atribuir a la madre de Jesús expresiones referidas a Judit, como las siguientes: "Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú eres el orgullo de nuestra raza" (Jdt 15,9).
5. El cántico de Judit, partiendo de la experiencia de la victoria, concluye con una invitación a elevar a Dios un cantar nuevo, reconociéndolo "grande y glorioso". Al mismo tiempo, se exhorta a todas las criaturas a mantenerse sometidas a Aquel que con su palabra ha hecho todas las cosas y con su espíritu las ha forjado. ¿Quién puede resistir a la voz de Dios? Judit lo recuerda con gran énfasis: frente al Creador y Señor de la historia, los montes, desde sus cimientos, serán sacudidos; las rocas se fundirán como cera (cf. Jdt 16,15). Son metáforas eficaces para recordar que todo es "nada" frente al poder de Dios. Y, sin embargo, este cántico de victoria no quiere infundir temor, sino consolar. En efecto, Dios utiliza su poder invencible para sostener a sus fieles: "Con aquellos que te temen te muestras tú siempre propicio" (Jdt 16,15). [Audiencia general del Miércoles 29 de agosto de 2001]