Introducción general
El nuevo Pueblo, guiado por Cristo como en otro tiempo lo hiciera Moisés, ha escapado al poderío de la Bestia y de sus lugartenientes: el Anticristo y el Pseudoprofeta; está de pie en medio del mar y en trance de alcanzar la otra orilla (Ap 15,2). No obstante, ya entonan el himno de la victoria definitiva, el cántico de Moisés y el del Cordero, el Moisés del nuevo Pueblo. Los no-rescatados, por el contrario, experimentan la ira de Dios, como sucedió a Egipto. En nuestro himno abundan los motivos tomados del Antiguo Testamento.
En la celebración comunitaria, es aconsejable una recitación al unísono, en consonancia con las expresiones entusiastas del himno y con los cantores del mismo en el Apocalipsis: la totalidad de los redimidos (144.000 salvados, cf. 14,2-3). La recitación puede precederse y concluirse cantado los cuatro primeros versos.
Dios, autor de prodigios
"Sublime" fue la victoria de Yahweh sobre los egipcios (Ex 15); su diestra, "fuerte y magnífica", le reveló como salvador. Yahweh es guerrero, "Señor magnífico"... Estos y otros epítetos recibió Dios en el primer Éxodo. La salida de Babilonia, segundo Éxodo, provoca la acuñación de nuevas alabanzas (cf. Is 42-43). Con el tercer Éxodo iniciado por Cristo, que va de este mundo al Padre, los sustantivos y epítetos se condensan al máximo. Nos faltan las palabras adecuadas para ensalzar las obras maravillosas del Omnipotente, lo que no impide que nuestro espíritu se abra a la inspiración -"¡Oh Rey de los siglos!"-. A lo largo de estas tres travesías, el único Dios fiel y veraz, ha actuado. Una brisa de liberación se ha posado en nuestra tierra.
El "Sí" de Dios
Dios es justo en todo su proceder, lo cual da veracidad -contenido- a sus acciones, mientras que las obras atribuidas a los ídolos son vacuas, como ellos mismos. Cristo es el "Sí" último a todas las promesas. En Él, "que me amó y se entregó por mí" (Gál 2,20), hemos sido salvados. Esta maravillosa obra de Dios genera en el creyente una entrañable confianza, que se traduce en esperanza activa. Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Esperamos entrar en el "Sí" de Dios. Por eso cantamos alegres.
"Que todos los pueblos te alaben"
La elección de un pueblo o de un individuo no es un acto exclusivista, sino funcional. Todo auténtico elegido es un enviado. Israel se abre a la universalidad: todas las naciones sin excepción vendrán al Templo ideal y rendirán a Dios el homenaje de su adoración. Él es el "Único", la suma rectitud moral manifestada al exterior en sus juicios. Si tal santidad de Dios infunde temor en el hombre pecador, abrigamos la íntima convicción de haber sido perdonados en Cristo. No son nuestras obras, sino la fe en Cristo, quien nos justifica (Rm 3,28). Ya justificados, seremos salvados por la vida de Cristo. Reconciliados por Dios y salvados, Dios nos ha confiado el ministerio de la reconciliación. Nuestra palabra y nuestra vida se convierten en un grito: "¡Aún es posible el amor!". ¿Seremos capaces de amar para que las gentes se postren a los pies del "Único"?
Resonancias en la vida religiosa
Afectados por la novedad del Espíritu: Nuestra comunidad religiosa está misteriosamente afectada por la novedad del Espíritu de Cristo. Esa novedad es producto de la victoria última de Dios sobre todas las fuerzas de oposición, la emanación espiritual de su reinado. En Cristo somos una "nueva creación". Pero no hemos logrado todavía la plena manifestación de esta victoriosa novedad; aquellos que se dejan llevar por el Espíritu la presienten.
El Canto del Apocalipsis es respuesta de alabanza al Señor victorioso, que hemos experimentado anticipadamente. Manifestamos en nuestra oración no aquello que vemos, sino aquello que con toda certeza esperamos: la manifestación total del Reinado de Dios, renovación y recreación de todas las cosas y de todos los hombres y pueblos.
Oraciones sálmicas
Oración I: Señor Dios omnipotente, hemos visto y oído las maravillas que has realizado con los hombres desde siempre; te proclamamos santo y autor de prodigios, y esperamos de tu firmeza no desfallecer en la travesía del mar, ¡oh rey de los siglos!, el único veraz y justo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración II: Dios todopoderoso y eterno, que mantienes tu justicia y tu fidelidad desde siempre y para siempre; infunde una activa esperanza en tu Iglesia, que espera entrar en tu "Sí" eterno; conduce a todos los hombres hasta que se postren en tu acatamiento y contemplen gozosamente la veracidad de tus caminos. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración III: Oh Dios, tu nombre es santo, Tú eres el único; obrador de prodigios; te glorificamos y te alabamos porque en la Pascua de tu Hijo nos has reconciliado contigo y nos has hecho ministros de la reconciliación; te pedimos que nuestras palabras y vida testifiquen el entrañable amor que nos muestras, para que nuestros hermanos sean seducidos por tus juicios de salvación y proclamen que sólo Tú eres santo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
[Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]
[La Biblia de Jerusalén da a este cántico el título de Cántico de Moisés y del Cordero, inspirándose en el propio texto sagrado. En el capítulo 15 del Apocalipsis comienza la visión celestial de los siete ángeles que llevan en sus manos las últimas siete plagas. En seguida, los redimidos, al igual que Moisés y los israelitas después de cruzar el Mar Rojo (Ex 15), entonan su canto de alabanza y acción de gracias a Dios por la liberación de sus perseguidores que el Cordero les ha obtenido.
Para una mejor comprensión del Cántico, lo reproducimos en su contexto:
15 1Luego vi en el cielo otro signo grande y maravilloso: siete ángeles, que llevaban siete plagas, las últimas, porque con ellas se consuma el furor de Dios. 2Y vi también como un mar de cristal mezclado de fuego, y a los que habían triunfado de la Bestia y de su imagen y de la cifra de su nombre, de pie junto al mar de cristal, llevando las cítaras de Dios. 3Y cantan el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo:
Grandes y maravillosas son tus obras,
Señor, Dios omnipotente,
justos y verdaderos tus caminos,
¡oh Rey de los siglos!
4¿Quién no temerá, Señor,
y glorificará tu nombre?
Porque tú solo eres santo,
porque vendrán todas las naciones
y se postrarán en tu acatamiento,
porque tus juicios se hicieron manifiestos.
5Después de esto vi que se abría en el cielo el Santuario de la Tienda del Testimonio, 6y salieron del Santuario los siete ángeles que llevaban las siete plagas, vestidos de lino puro, resplandeciente, ceñido el talle con cinturones de oro. 7Luego, uno de los cuatro Vivientes entregó a los siete ángeles siete copas de oro llenas del furor de Dios, que vive por los siglos de los siglos. 8Y el Santuario se llenó del humo de la gloria de Dios y de su poder, y nadie podía entrar en el Santuario hasta que se consumaran las siete plagas de los siete ángeles.
16 1Y oí una fuerte voz que desde el Santuario decía a los siete Angeles: "Id y derramad sobre la tierra las siete copas del furor de Dios".]
En esta escena Juan no se halla sobre la tierra, sino en el cielo. Las siete plagas que están para sobrevenir, se dice, son las últimas, porque con ellas se satisface plena y definitivamente la ira vengadora de Dios. Pero, como el juicio propiamente tal contra las potencias enemigas sólo se describe a partir del Capítulo 18, estas plagas no son en realidad más que la introducción a lo que constituye la última y decisiva manifestación de la ira divina.
Antes que los siete ángeles de las copas entren en escena, el vidente contempla a los vencedores del Anticristo, en el cielo, de pie ante el trono de Dios, y oye su canto, que acompañan con cítaras. Son "cítaras de Dios", en cuanto son instrumentos celestiales y reservados a la alabanza divina. Los vencedores son todos aquellos que no se plegaron a la potencia enemiga de Cristo; se trata, pues, de los mártires, o al menos son éstos los que ocupan el primer lugar. Según Ap 4,6, delante del trono de Dios se extiende un mar de vidrio o de cristal; aquí se dice además que está mezclado con fuego (se alude posiblemente a los rayos), signo del inminente juicio de Dios.
Los vencedores entonan "el cántico de Moisés" y "el cántico del cordero". Algunos exegetas piensan en dos cánticos diferentes: aquel con que Moisés y los israelitas celebraron el paso del mar Rojo (Ex 15), y el cántico en honor del Cordero, que se menciona en Ap 5,9-13, o en Ap 15,3s. Pero es preferible referir las dos expresiones a un único canto, que sería precisamente el de Ap 15,3-4. Si el vidente lo designa con dos expresiones diversas, se debe a que este canto, en el cual los vencedores de la Bestia agradecen a Dios su redención y su victoria, conseguida en virtud de la sangre del Cordero, se inspira en el himno con que los israelitas expresaron su gratitud por la liberación de Egipto, guiados por Moisés. Para los judíos del tiempo de Cristo, en efecto, el paso del mar Rojo era tipo y prefiguración de la redención mesiánica; Moisés era tenido por el primer libertador; el Mesías, por el segundo.
El canto está compuesto íntegramente con material del AT. Los cantores exaltan las obras y los caminos de Dios, o sea, su intervención poderosa, sabia, justa y bondadosa en la historia. Con tales expresiones se refieren, ante todo, a la obra de la redención, y manifiestan, alegres, su seguridad de que al fin nadie rehusará a Dios, el único santo, el honor y la gloria, y que aun los paganos acabarán por someterse a él, cuando todos sean testigos de su justicia al premiar y al castigar. De esta esperanza se hicieron eco los salmos y los profetas.
[Extraído de A. Wikenhauser, El Apocalipsis de San Juan. Barcelona, Ed. Herder, 1969]
Juan, el apóstol y evangelista, contempla en la visión descrita en el cap. 15 del Apocalipsis un hecho ("señal" o "signo") de gran importancia que se desarrolla en el cielo. Puesto que esta "señal" desborda el marco y la posibilidad de la naturaleza, la llama "grande y maravillosa": siete ángeles están en la bóveda del cielo, prontos a desatar las últimas plagas.
Antes de ver Juan en acción a los siete ángeles, se le muestra un espectáculo en el cielo, que se desarrolla en dos escenas. Ve primeramente en la gloria con Dios la muchedumbre bienaventurada de aquellos que en la lucha contra la Bestia han dado buena prueba de sí y han muerto en el Señor.
El teatro de la visión es, conforme a esto, la sala del trono de Dios; su pavimento, la bóveda del cielo, se describe con la misma comparación que se había usado ya antes (cf. 4,6), aunque ahora con una indicación suplementaria: la superficie clara, esplendente, centellea como brasas de fuego; como el crepúsculo anuncia el fin de un día, así este esplendor anuncia, ante el Señor del tiempo y de la eternidad, el fin del mundo y el juicio inminente.
La gloriosa multitud de héroes sobre el suelo incandescente canta el canto de victoria ante el trono de aquel que los ha salvado. La triple enumeración ("de la Bestia, de su imagen y de la cifra de su nombre") menciona al enemigo sobre el que ellos triunfan; al mismo tiempo trae con énfasis una vez más a la memoria su situación de otrora, totalmente desesperada en razón de las circunstancias externas. Por eso cantan ellos su canto de victoria como canto de acción de gracias a aquel que está sentado en el trono: él los ha salvado. En cuanto a su tenor, se basa constantemente en alabanzas contenidas en el Antiguo Testamento, y con textos venerandos del primer pueblo de la alianza ensalza la excelsitud y santidad del Creador del mundo, así como la justicia y omnipotencia del que tiene en sus manos las riendas de la historia.
La doble designación ("cántico de Moisés", "cántico del Cordero") pone aquella acción salvífica del Antiguo Testamento expresamente en relación con la que se celebra ahora. Sobre todo se destaca aquí la forma especial como Dios llevó a cabo la salvación las dos veces. Entonces se efectuó por medio del guía enviado a su pueblo, Moisés; ahora por su Hijo enviado a este objeto al pueblo y cuya muerte sacrificial vicaria operó la redención ("el Cordero"). La primera acción salvadora de Dios proyecta anticipadamente su luz, como prefiguración, sobre la segunda y definitiva. Como Moisés después del paso del mar Rojo entonó el cántico de acción de gracias en medio de los salvados y en nombre de ellos (Ex 15), así ahora también el Cordero en medio de la tropa gloriosa de combatientes, que ha alcanzado la victoria gracias a él.
En esta escena se anticipa por segunda vez, como presente, la victoria de Cristo todavía futura, que ha de decidirlo todo; de esta manera los fieles de Cristo vienen confirmados con certeza profética en la esperanza de la salvación definitiva totalmente cierta, antes de ser introducidos juntamente con los incrédulos en el difícil período del último juicio de Dios que les amenaza.
[E. Schick, El Apocalipsis. Barcelona, Ed. Herder, 1974]
1. La Liturgia de las Vísperas incluye, además de los salmos, una serie de cánticos tomados del Nuevo Testamento. Algunos, como el que acabamos de escuchar, están compuestos de pasajes del Apocalipsis, libro con el que se concluye toda la Biblia, marcado a menudo por cantos y coros, por voces solistas e himnos de la asamblea de los elegidos, por sonidos de trompetas, de arpas y de cítaras.
Nuestro cántico, muy breve, se encuentra en el capítulo 15 de ese libro. Está a punto de comenzar una escena nueva y grandiosa: tras las siete trompetas que introdujeron las plagas divinas vienen ahora siete copas también llenas de plagas, en griego pleghè, un término que de por sí indica un golpe violento capaz de provocar heridas y, a veces, incluso la muerte. Es evidente que aquí se hace referencia a la narración de las plagas de Egipto (cf. Ex 7,14 - 11,10).
En el Apocalipsis la "plaga" es símbolo de un juicio sobre el mal, sobre la opresión y sobre la violencia del mundo. Por eso, también es signo de esperanza para los justos. Las siete plagas -como es sabido, en la Biblia el número siete es símbolo de plenitud- se definen como "las últimas" (cf. Ap 15,1), porque en ellas culmina la intervención divina que detiene el mal.
2. El himno es entonado por los salvados, los justos de la tierra, que están "de pie", con la misma actitud del Cordero resucitado (cf. Ap 15,2). Del mismo modo que los judíos en el Éxodo, después de atravesar el mar, cantaban el himno de Moisés (cf. Ex 15,1-18), así los elegidos elevan a Dios el "cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero" (Ap 15,3), después de vencer a la Bestia, enemiga de Dios (cf. Ap 15,2).
Este himno refleja la liturgia de las Iglesias joánicas y está constituido por un florilegio de citas del Antiguo Testamento, especialmente de los Salmos. La comunidad cristiana primitiva consideraba la Biblia no sólo como alma de su fe y de su vida, sino también de su oración y de su liturgia, precisamente como sucede en las Vísperas que estamos comentando.
Asimismo, es significativo que el cántico vaya acompañado de instrumentos musicales: los justos llevan en sus manos las cítaras (cf. Ap 15,2), testimonio de una liturgia embellecida con el esplendor de la música sacra.
3. Con su himno, los salvados, más que celebrar su constancia y su sacrificio, exaltan las "grandes y maravillosas obras" del "Señor Dios omnipotente", es decir, sus gestos salvíficos en el gobierno del mundo y en la historia. En efecto, la verdadera oración, además de petición, es también alabanza, acción de gracias, bendición, celebración y profesión de fe en el Señor que salva.
En este himno es también significativa la dimensión universalista, que se expresa con las palabras del salmo 85: "Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor" (Sal 85,9). La mirada se ensancha así hacia todo el horizonte y se vislumbran multitudes de pueblos que se dirigen hacia el Señor para reconocer que son "justos y verdaderos sus caminos" (cf. Ap 15,4), es decir, sus intervenciones en la historia para detener el mal y elogiar el bien. La esperanza de justicia presente en todas las culturas, la necesidad de verdad y de amor que sienten todas las espiritualidades, indican nuestra tendencia hacia el Señor, la cual sólo se satisface cuando llegamos a él.
Es hermoso pensar en esta dimensión universal de religiosidad y esperanza, asumida e interpretada por las palabras de los profetas: "Desde la salida del sol hasta su ocaso es grande mi nombre entre las naciones, y en todo lugar ha de ofrecerse a mi nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura, pues grande es mi nombre entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos" (Ml 1,11).
4. Concluimos uniendo nuestra voz al coro universal. Lo hacemos con las palabras de un canto de san Gregorio Nacianceno, gran Padre de la Iglesia, del siglo IV: "Gloria al Padre y al Hijo, rey del universo; gloria al Espíritu Santísimo, al que sea dada toda gloria. La Trinidad es un solo Dios. Él ha creado todas las cosas; y las ha colmado: colmó el cielo de seres celestiales, y la tierra de terrestres. Llenó de seres acuáticos el mar, los ríos y las fuentes, vivificándolo todo con su Espíritu, para que toda la creación elevara himnos al sabio Creador. La vida y la permanencia en la vida lo tienen a él como única causa. Corresponde sobre todo a la criatura racional cantar para siempre su alabanza como Rey poderoso y Padre bueno. Haz, oh Padre, que yo también con pureza te glorifique en espíritu, con el corazón, con la lengua y con el pensamiento" (Poesie, 1, Colección de textos patrísticos 115, Roma 1994, pp. 66-67).
[Audiencia general del Miércoles 23 de junio de 2004]
HIMNO DE ADORACIÓN Y ALABANZA
Queridos hermanos y hermanas:
1. Breve y solemne, incisivo y grandioso en su tonalidad es el cántico que acabamos de escuchar y de hacer nuestro, elevándolo como himno de alabanza al "Señor, Dios todopoderoso" (Ap 15,3). Se trata de uno de los muchos textos de oración insertados en el Apocalipsis, el último libro de la Sagrada Escritura, libro de juicio, de salvación y, sobre todo, de esperanza.
En efecto, la historia no está en las manos de potencias oscuras, de la casualidad o únicamente de las opciones humanas. Sobre las energías malignas que se desencadenan, sobre la acción vehemente de Satanás y sobre los numerosos azotes y males que sobrevienen, se eleva el Señor, árbitro supremo de las vicisitudes históricas. Él las lleva sabiamente hacia el alba del nuevo cielo y de la nueva tierra, sobre los que se canta en la parte final del libro con la imagen de la nueva Jerusalén (cf. Ap 21-22).
Quienes entonan este cántico, que queremos meditar ahora, son los justos de la historia, los vencedores de la bestia satánica, los que a través de la aparente derrota del martirio son en realidad los auténticos constructores del mundo nuevo, con Dios como artífice supremo.
2. Comienzan ensalzando las "obras grandes y maravillosas" y los "caminos justos y verdaderos" del Señor (cf. v. 3). En este cántico se utiliza el lenguaje característico del éxodo de Israel de la esclavitud de Egipto. El primer cántico de Moisés -pronunciado después del paso del mar Rojo- celebra al Señor "terrible en prodigios, autor de maravillas" (Ex 15,11). El segundo cántico, referido por el Deuteronomio al final de la vida del gran legislador, reafirma que "su obra es consumada, pues todos sus caminos son justicia" (Dt 32,4).
Así pues, se quiere reafirmar que Dios no es indiferente a las vicisitudes humanas, sino que penetra en ellas realizando sus "caminos", o sea, sus proyectos y sus "obras" eficaces.
3. Según nuestro himno, esta intervención divina tiene una finalidad muy precisa: ser un signo que invita a todos los pueblos de la tierra a la conversión. Por consiguiente, el himno nos invita a todos a convertirnos siempre de nuevo. Las naciones deben aprender a "leer" en la historia un mensaje de Dios. La aventura de la humanidad no es confusa y sin sentido, ni está sin remedio a merced de la prevaricación de los prepotentes y de los perversos.
Existe la posibilidad de reconocer la acción divina oculta en la historia. También el Concilio ecuménico Vaticano II, en la constitución pastoral Gaudium et spes, invita a los creyentes a escrutar, a la luz del Evangelio, los signos de los tiempos para encontrar en ellos la manifestación de la acción misma de Dios (cf. nn. 4 y 11). Esta actitud de fe lleva al hombre a descubrir la fuerza de Dios que actúa en la historia y a abrirse así al temor del nombre del Señor.
En efecto, en el lenguaje bíblico este "temor" de Dios no es miedo, no coincide con el miedo; el temor de Dios es algo muy diferente: es el reconocimiento del misterio de la trascendencia divina. Por eso, está en la base de la fe y enlaza con el amor. Dice la Sagrada Escritura en el Deuteronomio: "El Señor, tu Dios, te pide que lo temas, que lo ames con todo tu corazón y con toda tu alma" (cf. Dt 10,12). Y san Hilario, obispo del siglo IV, dijo: "Todo nuestro temor está en el amor".
En esta línea, en nuestro breve himno, tomado del Apocalipsis, se unen el temor y la glorificación de Dios. El himno dice: "¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre?" (Ap 15,4). Gracias al temor del Señor no se tiene miedo al mal que abunda en la historia, y se reanuda con entusiasmo el camino de la vida. Precisamente gracias al temor de Dios no tenemos miedo del mundo y de todos estos problemas; no tememos a los hombres, porque Dios es más fuerte.
El Papa Juan XXIII dijo en cierta ocasión: "Quien cree no tiembla, porque, al tener temor de Dios, que es bueno, no debe tener miedo del mundo y del futuro". Y el profeta Isaías dice: "Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón intranquilo: ¡Ánimo, no temáis!" (Is 35,3-4).
4. El himno concluye con la previsión de una procesión universal de los pueblos, que se presentarán ante el Señor de la historia, revelado por sus "justos juicios" (cf. Ap 15,4). Se postrarán en adoración. Y el único Señor y Salvador parece repetirles las palabras que pronunció en la última tarde de su vida terrena, cuando dijo a sus Apóstoles: "¡Ánimo! Yo he vencido al mundo" (Jn 16,33).
Queremos concluir nuestra breve reflexión sobre el cántico del "Cordero victorioso" (cf. Ap 15,3), entonado por los justos del Apocalipsis, con un antiguo himno del lucernario, es decir, de la oración vespertina, ya conocido por san Basilio de Cesarea. Ese himno dice: "Al llegar al ocaso del sol, al ver la luz de la tarde, cantamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo de Dios. Eres digno de que te cantemos en todo momento con voces santas, Hijo de Dios, tú que das la vida. Por eso, el mundo te glorifica" (S. Pricolo-M. Simonetti, La preghiera dei cristiani, Milán 2000, p. 97). ¡Gracias!
[Texto de la Audiencia general Miércoles 11 de mayo de 2005]