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El Testigo Fiel
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Documentación: Catequesis del Papa Francisco:

Jesucristo, nuestra esperanza catequesis en curso
Este ciclo de catequesis acompaña todo el curso del Año Jubilar 2025, dedicado a la esperanza, en tanto es Jesucristo, como lo señala Francisco, a la vez la meta y el camino de la esperanza cristiana.

1 - La entrada del Hijo de Dios en la historia (18 de diciembre de 2024)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy comenzamos el ciclo de catequesis que se desarrollará durante todo el Año Jubilar. El tema es «Jesucristo nuestra esperanza»: Él es, en efecto, la meta de nuestra peregrinación, y Él mismo es el camino, la senda a seguir.

La primera parte tratará de la infancia de Jesús, que nos narran los evangelistas Mateo y Lucas (cf. Mt 1-2; Lc 1-2). Los Evangelios de la infancia relatan la concepción virginal de Jesús y su nacimiento del vientre de María; recuerdan las profecías mesiánicas cumplidas en Él y hablan de la paternidad legal de José, que injertó al Hijo de Dios en el «tronco» de la dinastía davídica. Se nos presenta a un Jesús recién nacido, niño y adolescente, sumiso a sus padres y, al mismo tiempo, consciente de que está totalmente entregado al Padre y a su Reino. La diferencia entre los dos evangelistas es que mientras Lucas relata los acontecimientos a través de los ojos de María, Mateo lo hace a través de los de José, insistiendo en una paternidad tan inédita.

Mateo abre su Evangelio y todo el canon del Nuevo Testamento con la «genealogía de Jesucristo hijo de David, hijo de Abraham» (Mateo 1:1). Se trata de una lista de nombres ya presentes en las Escrituras hebreas, para mostrar la verdad de la historia y la verdad de la vida humana. De hecho, «la genealogía del Señor es la verdadera historia, en la que están presentes algunos nombres, por así decir, problemáticos, y se subraya el pecado del rey David (cf. Mt 1,6). Todo, sin embargo, termina y florece en María y en Cristo (cf. Mt 1,16)» (Carta sobre la renovación del estudio de la historia de la Iglesia, 21 de noviembre de 2024). Aparece, pues, la verdad de la vida humana que pasa de una generación a otra entregando tres cosas: un nombre que encierra una identidad y una misión únicas; la pertenencia a una familia y a un pueblo; y finalmente la adhesión de fe al Dios de Israel.

La genealogía es un género literario, es decir, una forma adecuada a transmitir un mensaje muy importante: nadie se da la vida a sí mismo, sino que la recibe como don de otros; en este caso, se trata del pueblo elegido, y de los que heredan el depósito de la fe de sus padres: al transmitir la vida a sus hijos, les transmiten también la fe en Dios.

Pero a diferencia de las genealogías del Antiguo Testamento, en las que sólo aparecen nombres masculinos, porque en Israel es el padre quien impone el nombre a su hijo, en la lista de Mateo de los antepasados de Jesús también aparecen mujeres. Encontramos a cinco de ellas: Tamar, la nuera de Judá que, al quedarse viuda, se hace pasar por prostituta para asegurar una descendencia a su marido (cf. Gn 38); Racab, la prostituta de Jericó que permite a los exploradores judíos entrar en la tierra prometida y conquistarla (cf. Stg 2); Rut, la moabita que, en el libro homónimo, permanece fiel a su suegra, cuida de ella y se convertirá en bisabuela del rey David; Betsabé, con la que David comete adulterio y, tras hacer matar a su marido, engendra a Salomón (cf. 2 Sam 11); y, por último, María de Nazaret, esposa de José, de la casa de David: de ella nace el Mesías, Jesús.

Las cuatro primeras mujeres están unidas no por el hecho de ser pecadoras, como a veces se dice, sino por el hecho de ser extranjeras para el pueblo de Israel. Lo que Mateo destaca es que, como ha escrito Benedicto XVI, «a través de ellas... el mundo de los gentiles entra en la genealogía de Jesús: se manifiesta su misión a los judíos y a los paganos» (La infancia de Jesús, Milán-Ciudad del Vaticano 2012, 15).

Mientras las cuatro mujeres anteriores se mencionan junto al hombre que nació de ellas o al que lo generó, María, al contrario, adquiere un particular relieve: marca un nuevo comienzo, ella misma es un nuevo comienzo, porque en su historia ya no es la criatura humana la protagonista de la generación, sino Dios mismo. Esto se desprende claramente del verbo «nació»: «Jacob fue padre de José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16). Jesús es hijo de David, injertado por José en esa dinastía y destinado a ser el Mesías de Israel, pero también es hijo de Abraham y de mujeres extranjeras, destinado por tanto a ser la «Luz para iluminar las naciones paganas» (cf. Lc 2,32) y el «Salvador del mundo» (Jn 4,42).

El Hijo de Dios, consagrado al Padre con la misión de revelar su Rostro (cf. Jn 1,18; Jn 14,9), entra en el mundo como todos los hijos del ser humano, hasta el punto de que en Nazaret se le llamará «hijo de José» (Jn 6,42) o «hijo del carpintero» (Mt 13,55). Verdadero Dios y verdadero hombre.

Hermanos y hermanas, despertemos en nosotros el recuerdo agradecido hacia nuestros antepasados. Y, sobre todo, demos gracias a Dios, que, a través de la Madre Iglesia, nos ha generado a la vida eterna, la vida de Jesús, nuestra esperanza.

2 - Los más amados por el Padre. 1ª parte (8 de enero de 2025)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Quisiera dedicar ésta y la próxima catequesis a los niños y reflexionar sobre la plaga del trabajo infantil.

Hoy podemos mirar hacia Marte o hacia los mundos virtuales, pero nos cuesta mirar a los ojos de un niño marginado, explotado y maltratado. El siglo que genera inteligencia artificial y diseña existencias multiplanetarias aún no ha asumido la lacra de la infancia humillada, explotada y herida de muerte. Reflexionemos sobre ello.

En primer lugar, preguntémonos: ¿qué mensaje nos da la Sagrada Escritura sobre los niños? Es curioso constatar que la palabra que más se repite en el Antiguo Testamento, después del nombre divino de Yahvé, es la palabra ben, es decir, «hijo»: casi cinco mil veces. «He aquí que la heredad del Señor son los hijos (ben); su recompensa es el fruto del vientre» (Sal 127,3). Los hijos son un don de Dios. Por desgracia, este don no siempre se trata con respeto. La propia Biblia nos lleva a las calles de la historia donde resuenan cantos de alegría, pero también se elevan los gritos de las víctimas. Por ejemplo, en el libro de las Lamentaciones leemos: «La lengua del lactante se pegaba a su paladar a causa de la sed; los niños pedían pan y no había quien se lo partiera» (4,4); y el profeta Naum, recordando lo que había sucedido en las antiguas ciudades de Tebas y Nínive, escribe: «Los niños eran aplastados en las encrucijadas de todos los caminos» (3,10). Pensemos en cuántos niños mueren hoy de hambre y penuria, o destrozados por las bombas.

Incluso sobre Jesús recién nacido estalla de inmediato la tormenta de la violencia de Herodes, que masacra a los niños de Belén. Un drama oscuro que se repite de otras formas en la historia. Y aquí, para Jesús y sus padres, está la pesadilla de convertirse en refugiados en un país extranjero, como sucede también hoy a tantas personas (cf. Mt 2,13-18), a tantos niños. Después de la tempestad, Jesús crece en un pueblo nunca mencionado en el Antiguo Testamento, Nazaret; aprende el oficio de carpintero de su padre legal, José (cf. Mc 6,3; Mt 13,55). Así, «el niño crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios caía sobre él» (Lc 2,40).

En su vida pública, Jesús iba predicando por los pueblos junto con sus discípulos. Un día se le acercaron unas madres y le presentaron a sus bebés para que los bendijera; pero los discípulos las reprendieron. Entonces Jesús, rompiendo con la tradición que consideraba al niño sólo como un objeto pasivo, llama a los discípulos y les dice: «Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis; porque de los que son como ellos es el Reino de Dios». Y así señala a los pequeños como modelo para los adultos. Y añade solemnemente: «En verdad os digo que el que no reciba el Reino de Dios como lo recibe un niño, no entrará en él» (Lc 18,16-17).

En un pasaje similar, Jesús llama a un niño, lo pone en medio de los discípulos y les dice: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3). Y luego advierte: «A cualquiera que ofenda a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al fondo del mar» (Mt 18,6).

Hermanos y hermanas, los discípulos de Jesucristo nunca deben permitir que se descuide o maltrate a los niños, que se les prive de sus derechos, que no se les quiera ni se les proteja. Los cristianos tienen el deber de prevenir seriamente y condenar con firmeza la violencia o los abusos contra los niños.

También hoy, en particular, demasiados niños son obligados a trabajar. Pero un niño que no sonríe, un niño que no sueña, no podrá conocer ni hacer florecer sus talentos. En todas partes de la tierra hay niños explotados por una economía que no respeta la vida; una economía que, al hacerlo, quema nuestra mayor reserva de esperanza y de amor. Pero los niños ocupan un lugar especial en el corazón de Dios, y quien hace daño a un niño tendrá que rendirle cuentas.

Queridos hermanos y hermanas, quienes se reconocen hijos de Dios, y especialmente quienes son enviados a llevar a los demás la buena noticia del Evangelio, no pueden permanecer indiferentes; no pueden aceptar que a hermanas y hermanos pequeños, en lugar de amarlos y protegerlos, se les robe su infancia, sus sueños, víctimas de la explotación y la marginación.

Pidamos al Señor que abra nuestras mentes y nuestros corazones al cuidado y a la ternura, y que cada niño y cada niña crezca en edad, sabiduría y gracia (cf. Lc 2, 52), recibiendo y dando amor. Gracias.

3 - Los más amados por el Padre. 2ª parte (15 de enero de 2025)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la audiencia precedente hablamos de los niños, y hoy también vamos a hablar de los niños. La semana pasada nos detuvimos en cómo, en su misión, Jesús habló repetidamente de la importancia de proteger, acoger y amar a los más pequeños.

Sin embargo, aún hoy, en el mundo, cientos de millones de menores se ven obligados a trabajar, a pesar de no tener la edad mínima para someterse a las obligaciones de la edad adulta, y muchos de ellos están expuestos a trabajos especialmente peligrosos. Por no hablar de los niños y niñas que son esclavos de la trata para la prostitución o la pornografía, y de los matrimonios forzados. Y esto es algo amargo. En nuestras sociedades, lamentablemente, los niños sufren numerosas formas de abusos y malos tratos. El maltrato infantil, sea cual sea su naturaleza, es un acto despreciable, es un acto atroz. ¡No es simplemente una lacra de la sociedad, no, es un crimen! Es una gravísima violación de los mandamientos de Dios. Ningún niño debería sufrir abusos. Un solo caso ya es demasiado. Es necesario, por tanto, despertar nuestras conciencias, practicar la cercanía y la solidaridad concreta con los niños y jóvenes abusados y, al mismo tiempo, crear confianza y sinergias entre quienes se comprometen a ofrecerles oportunidades y lugares seguros en los que crecer serenos. Conozco un país de América Latina donde crece una fruta especial, muy especial, llamada arándano. Para cosechar el arándano se necesitan manos tiernas, y obligan a los niños a hacerlo, los esclavizan desde pequeños para que hagan la recolección.

Las pobrezas difusas, la escasez de herramientas sociales de apoyo a las familias, la marginalidad que ha aumentado en los últimos años junto con el desempleo y la precariedad laboral son factores que cargan sobre los más pequeños el precio más alto a pagar. En las metrópolis, donde «muerden» la disparidad social y la degradación moral, hay niños empleados en el tráfico de drogas y en las más diversas actividades ilícitas. ¡Cuántos de estos niños hemos visto caer como víctimas sacrificiales! A veces, trágicamente, son inducidos a convertirse en «verdugos» de otros compañeros de su misma edad, además a dañarse a sí mismos, su dignidad y su humanidad. Y, sin embargo, cuando en la calle, en el barrio de la parroquia, estas vidas perdidas se ofrecen a nuestra mirada, a menudo volvemos la cabeza hacia otro lado.

Hay un caso en mi país: un niño llamado Loan fue secuestrado y se desconoce su paradero. Y una de las hipótesis es que lo enviaron para extraerle órganos, para hacer trasplantes. Y esto se hace. Ustedes ya lo saben. ¡Esto se hace! Algunos vuelven con una cicatriz, otros mueren. Por eso me gustaría recordar hoy a este pequeño, Loan.

Nos cuesta reconocer la injusticia social que lleva a dos niños, que quizá viven en el mismo barrio o bloque de apartamentos, a tomar caminos y destinos diametralmente opuestos porque uno de ellos nació en una familia desfavorecida. Una fractura humana y social inaceptable: entre los que pueden soñar y los que deben sucumbir. Pero Jesús nos quiere a todos libres y felices; y si ama a cada hombre y a cada mujer como a su hijo y a su hija, ama a los más pequeños con toda la ternura de su corazón. Por eso nos pide que nos detengamos a escuchar el sufrimiento de los que no tienen voz, de los que no tienen educación. Luchar contra la explotación, especialmente la infantil, es la manera principal de construir un futuro mejor para toda la sociedad. Algunos países han tenido la sabiduría de escribir los derechos de los niños. Los niños tienen derechos. Busquen ustedes mismos en Internet cuáles son los derechos del niño.

Entonces podremos preguntarnos: ¿qué puedo hacer yo? En primer lugar, deberíamos reconocer que, si queremos erradicar el trabajo infantil, no podemos ser sus cómplices. ¿Y cuándo lo somos? Por ejemplo, cuando compramos productos que emplean mano de obra infantil. ¿Cómo puedo comer y vestirme sabiendo que detrás de esa comida o de esa ropa hay niños explotados, que trabajan en vez de ir a la escuela? Tomar conciencia de lo que compramos es un primer acto para no ser cómplices. Ver de dónde proceden esos productos. Algunos dirán que, como individuos, no podemos hacer mucho. Es cierto, pero cada uno puede ser una gota que, unida a muchas otras gotas, puede convertirse en un mar. Sin embargo, también hay que recordar a las instituciones, incluidas las eclesiásticas, y a las empresas su responsabilidad: pueden marcar la diferencia dirigiendo sus inversiones a empresas que no utilicen ni permitan el trabajo infantil. Muchos Estados y organizaciones internacionales ya han promulgado leyes y directivas contra el trabajo infantil, pero se puede hacer más. También insto a los periodistas – aquí hay algunos periodistas - a que cumplan con su parte: pueden contribuir a concienciar sobre el problema y ayudar a encontrar soluciones. No tengan miedo, denuncien estas cosas.

Y doy las gracias a todos aquellos que no miran hacia otro lado cuando ven a niños obligados a convertirse en adultos demasiado pronto. Recordemos siempre las palabras de Jesús: «Todo lo que hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo" (Mt 25,40).

Santa Teresa de Calcuta, alegre trabajadora en la viña del Señor, fue madre de los niños más desfavorecidos y olvidados. Con la ternura y el cuidado de su mirada, ella puede acompañarnos a ver a los pequeños invisibles, los demasiados esclavos de un mundo que no podemos abandonar a sus injusticias. Porque la felicidad de los más débiles construye la paz de todos. Y con Madre Teresa damos voz a los niños:

«Pido un lugar seguro

donde pueda jugar.

Pido una sonrisa

de quien sabe amar.

Pido el derecho a ser un niño,

a ser esperanza

de un mundo mejor.

Pido poder crecer

como persona.

¿Puedo contar contigo?» (Santa Teresa de Calcuta)

Gracias.

4 - El anuncio a María. Escucha y disponibilidad (22 de enero de 2025)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy retomamos la catequesis del ciclo jubilar sobre Jesucristo nuestra esperanza.

Al comienzo de su Evangelio, Lucas muestra los efectos de la potencia transformadora de la Palabra de Dios que llega no sólo a los atrios del Templo, sino también a la pobre casa de una joven, María, que, comprometida con José, todavía vive con su propia familia.

Después de Jerusalén, el mensajero de los grandes anuncios divinos, Gabriel, que en su nombre celebra el poder de Dios, es enviado a una aldea que la Biblia hebrea nunca menciona: Nazaret. En aquella época era una pequeña aldea de Galilea, en la periferia de Israel, una zona de frontera con los paganos y sus contaminaciones.

Precisamente allí, el ángel lleva un mensaje de forma y contenido totalmente inauditos, tanto que el corazón de María se estremece, se turba. En lugar del clásico saludo “la paz sea contigo”, Gabriel se dirige a la Virgen con la invitación “¡alégrate!”, “¡regocíjate!”, un llamamiento muy querido en la historia sagrada, porque los profetas lo utilizan cuando anuncian la venida del Mesías (cfr. Sof 3,14; Gl 2,21-23; Zc 9,9). Es la invitación a la alegría que Dios dirige a su pueblo cuando termina el exilio y el Señor hace sentir su presencia viva y operante.

Además, Dios llama a María con un nombre de amor desconocido en la historia bíblica: kecharitoméne, que significa «llena de la gracia divina». María es llena de la gracia divina. Este nombre dice que el amor de Dios ha habitado desde hace tiempo y sigue habitando en el corazón de María. Dice que ella está 'llena de gracia' y, sobre todo, que la gracia de Dios ha realizado en ella un “cincelado” interior, convirtiéndola en su obra maestra: llena de gracia.

Este cariñoso sobrenombre, que Dios da sólo a María, va acompañado inmediatamente de una tranquilización: «¡No temas!», «¡No temas!» la presencia del Señor siempre nos da esta gracia de no temer y así lo dice a María: «¡No temas!». «No temas», dice Dios a Abraham, a Isaac, a Moisés, en la historia: «¡No temas!». (cf. Gn 15,1; 26,24; Dt 31,8). Y nos lo dice también a nosotros: «¡No temas, sigue adelante, no temas!». «Padre, tengo miedo de esto»; «¿Y qué haces tú cuando…?»; “Perdone, padre, le digo la verdad: voy a la adivina…»; «¿Vas a la adivina?”; “Sí, a que me lea la mano…». Por favor, ¡no tengan miedo! ¡No teman! ¡No teman! Esto es hermoso. «Soy tu compañero de viaje»: esto le dice Dios a María. El «Todopoderoso», el Dios de lo «imposible» (Lc 1,37) está con María, está con ella y junto a ella, es su compañero, su principal aliado, el eterno «Yo-contigo» (cf. Gn 28,15; Ex 3,12; Jdg 6,12).

Luego, Gabriel anuncia a la Virgen su misión, haciendo resonar en su corazón numerosos pasajes bíblicos que hacen referencia a la realeza y mesiazgo del Niño que va a nacer de ella y que será presentado como cumplimiento de las antiguas profecías. La Palabra que viene de lo Alto llama a María a ser la madre del Mesías, el tan esperado Mesías davídico. Es la madre del Mesías. Él será rey, no a la manera humana y carnal, sino a la manera divina, espiritual. Su nombre será «Jesús», que significa «Dios salva» (cf. Lc 1,31; Mt 1,21); recuerda así a todos y para siempre que no es el hombre quien salva, sino sólo Dios. Jesús es Aquel que cumple estas palabras del profeta Isaías: «No un enviado ni un ángel, sino Él mismo los salvó; con amor y compasión (Is 63,9).

Esta maternidad estremece a María profundamente. Y como mujer inteligente que es, es decir, capaz de leer dentro de los acontecimientos (cf. Lc 2,19.51), busca comprender, discernir lo que está sucediendo. María no busca fuera, sino dentro, porque, como enseña san Agustín, «in interiore homine habitat veritas» (De vera religione 39,72). Y allí, en lo más profundo de su corazón abierto, sensible, escucha la invitación a confiar en Dios, que ha preparado para ella un «Pentecostés» especial. Como al principio de la Creación (cf. Gn 1,2), Dios quiere «empollar» a María con su Espíritu, un poder capaz de abrir lo cerrado sin violarlo, sin menoscabar la libertad humana; quiere envolverla en la «nube» de su presencia (cf. 1Cor 10,1-2) para que el Hijo viva en ella y ella en Él.

Y María se enciende de confianza: es «una lámpara con muchas luces», como dice Teófanes en su Canon de la Anunciación. Se abandona, obedece, hace espacio: es «una cámara nupcial hecha por Dios» (ibid.). María acoge al Verbo en su propia carne y se lanza así a la mayor misión jamás confiada a una mujer, a una criatura humana. Se pone al servicio: es llena de todo, no como esclava, sino como colaboradora de Dios Padre, llena de dignidad y autoridad para administrar, como hará en Caná, los dones del tesoro divino, para que muchos puedan sacar de él abundantemente.

Hermanas, hermanos, aprendamos de María, Madre del Salvador y Madre nuestra, a dejarnos abrir los oídos a la Palabra divina y a acogerla y custodiarla, para que transforme nuestros corazones en tabernáculos de su presencia, en hogares acogedores donde pueda crecer la esperanza.

5 - El anuncio a José (29 de enero de 2025)

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

Hoy seguiremos contemplando a Jesús en el misterio de sus orígenes, narrado por los Evangelios de la infancia.

Mientras que Lucas nos lo muestra desde la perspectiva de la madre, la Virgen María, Mateo, en cambio, se sitúa en la perspectiva de José, el hombre que asume la paternidad legal de Jesús, injertándolo en el tronco de Jesé y vinculándolo a la promesa hecha a David.

Jesús, en efecto, es la esperanza de Israel que se cumple: es el descendiente prometido a David (cf.2 Sam 7,12; 1Cr 17,11), que hace que su casa sea «bendita para siempre» (2 Sam 7,29); es el brote que nace del tronco de Jesé (cf. Is 11,1), el «vástago legítimo» destinado a reinar como verdadero rey, que sabe ejercer el derecho y la justicia (cf. Jr 23,5; 33,15).

José entra en escena en el Evangelio de Mateo como novio de María. Para los judíos, el compromiso era un verdadero vínculo jurídico, que preparaba para lo que sucedería un año más tarde, es decir, la celebración del matrimonio. Era entonces cuando la mujer pasaba de la custodia de su padre a la de su esposo, mudándose a su casa y haciéndose disponible para el don de la maternidad.

Fue precisamente durante este tiempo cuando José descubrió el embarazo de María, y su amor se vio sometido a una dura prueba. Ante tal situación, que habría llevado a la ruptura del compromiso, la Ley sugería dos posibles soluciones: o bien un acto jurídico público, como citar a la mujer ante el tribunal, o bien una acción privada, como entregar a la mujer una carta de repudio.

Mateo define a José como un hombre «justo» (zaddiq), un hombre que vive según la Ley del Señor, que se inspira en ella en todas las ocasiones de su vida. Por tanto, siguiendo la Palabra de Dios, José actúa ponderadamente: no se deja vencer por sentimientos instintivos ni teme llevarse a María con él, sino que prefiere dejarse guiar por la sabiduría divina. Opta por separarse de María sin clamores, es decir, en privado (cf. Mt 1,19). Y esta sabiduría de José le permite no equivocarse y hacerse abierto y dócil a la voz del Señor.

De este modo, José de Nazaret nos recuerda a otro José, hijo de Jacob, apodado «señor de los sueños» (cf. Gn 37,19), tan amado por su padre y tan odiado por sus hermanos, a quien Dios elevó sentándolo en la corte del faraón.

Ahora bien, ¿qué sueña José de Nazaret? Sueña con el milagro que Dios realiza en la vida de María, y también con el milagro que realiza en su propia vida: asumir una paternidad capaz de custodiar, proteger y transmitir una herencia material y espiritual. El vientre de su esposa está grávido de la promesa de Dios, una promesa que lleva un nombre con el que se da a todos la certeza de la salvación (cf. Hch 4,12).

Durante su sueño, José oye estas palabras: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). Ante esta revelación, José no pide más pruebas, se fía. José confía en Dios, acepta el sueño de Dios sobre su vida y la de su prometida. Así entra en la gracia de quien sabe vivir la promesa divina con fe, esperanza y amor.

José, en todo esto, no profiere palabra alguna, sino que cree, espera y ama. No habla con «palabras al viento», sino con hechos concretos. Él pertenece a la estirpe de los que, según el apóstol Santiago, «ponen en práctica la Palabra» (cf. Stg 1,22), traduciéndola en hechos, en carne, en vida. José confía en Dios y obedece: «Su vigilancia interior por Dios... se convierte espontáneamente en obediencia» (Benedicto XVI, La infancia de Jesús, Milán-Ciudad del Vaticano 2012, 57).

Hermanas, hermanos, pidamos también al Señor la gracia de escuchar más de lo que hablamos, la gracia de soñar los sueños de Dios y de acoger responsablemente a Cristo que, desde el momento de nuestro bautismo, vive y crece en nuestras vidas. ¡Gracias!

6 - «Feliz de ti por haber creído» (5 de febrero de 2025)

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

Hoy contemplamos la belleza de Jesucristo, nuestra esperanza, en el misterio de la Visitación. La Virgen María visita a santa Isabel; pero es sobre todo Jesús, en el vientre de la madre, quien visita a su pueblo (cfr Lc 1,68), como dice Zacarías en su himno de alabanza.

Después de su asombro y admiración ante lo que le anuncia el Ángel, María se levanta y se pone en camino, como todos los que han sido llamados en la Biblia, porque «el único acto con el que el ser humano puede corresponder al Dios que se revela es el de la disponibilidad ilimitada» (H.U. von Balthasar, Vocazione, Roma 2002, 29). Esta joven hija de Israel no elige protegerse del mundo, no teme los peligros y los juicios de los otros, sino que sale al encuentro de los demás.

Cuando una persona se siente amada, experimenta una fuerza que pone en movimiento el amor; como dice el apóstol Pablo, «el amor de Cristo nos posee» (2Cor 5,14), nos impulsa, nos mueve. María siente el impulso del amor y acude a ayudar a una mujer que es pariente suya, pero que es también una anciana que, tras una larga espera, acoge un embarazo inesperado, difícil de afrontar a su edad. La Virgen va a casa de Isabel también para compartir su fe en el Dios de lo imposible, y la esperanza en el cumplimiento de sus promesas.

El encuentro entre las dos mujeres produce un impacto sorprendente: la voz de la “llena de gracia” que saluda a Isabel provoca la profecía en el niño que la anciana lleva en su vientre, y suscita en ella una doble bendición: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). Y también una bienaventuranza: «¡Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá!» (v. 45).

Ante el reconocimiento de la identidad mesiánica de su Hijo y de su misión como madre, María no habla de sí misma, sino de Dios, y eleva una alabanza llena de fe, esperanza y alegría, un canto que resuena cada día en la Iglesia durante la oración de las Vísperas: el Magnificat (Lc 1,46-55).

Esta alabanza al Dios Salvador, que brota del corazón de su humilde sierva, es un solemne memorial que sintetiza y cumple la oración de Israel. Está entretejida de resonancias bíblicas, signo de que María no quiere cantar “fuera del coro”, sino sintonizar con los padres, exaltando su compasión por los humildes, esos pequeños a los que Jesús en su predicación declarará «bienaventurados» (cfr Mt 5,1-12).

La presencia masiva del motivo pascual hace también del Magnificat un canto de redención, que tiene como trasfondo la memoria de la liberación de Israel de Egipto. Los verbos están todos en pasado, impregnados de una memoria de amor que enciende de fe el presente e ilumina de esperanza el futuro: María canta la gracia del pasado, pero es la mujer del presente que lleva en su vientre el futuro.

La primera parte de este cantico alaba la acción de Dios en María, microcosmos del pueblo de Dios que se adhiere plenamente a la alianza (vv. 46-50); la segunda recorre la obra del Padre en el macrocosmos de la historia de sus hijos (vv. 51-55), a través de tres palabras clave: memoria – misericordia – promesa.

Dios, que se inclinó sobre la pequeña María para hacer en ella «grandes cosas» y convertirla en la madre del Señor, comenzó a salvar a su pueblo a partir del éxodo, acordándose de la bendición universal que prometió a Abraham (cf. Gn 12,1-3). El Señor, Dios fiel para siempre, ha derramado un torrente ininterrumpido de amor misericordioso «de generación en generación» (v. 50) sobre el pueblo fiel a la alianza, y ahora manifiesta la plenitud de la salvación en su Hijo, enviado para salvar al pueblo de sus pecados. Desde Abraham hasta Jesucristo, y hasta la comunidad de los creyentes, la Pascua aparece, así, como la categoría hermenéutica para comprender toda liberación posterior, hasta llegar a la realizada por el Mesías en la plenitud de los tiempos.

Queridos hermanos y hermanas, pidamos hoy al Señor la gracia de saber esperar el cumplimiento de todas sus promesas; y que nos ayude a acoger en nuestras vidas la presencia de María. Poniéndonos en su escuela, que todos descubramos que toda alma que cree y espera «concibe y engendra al Verbo de Dios» (San Ambrosio, Exposición del Evangelio según San Lucas 2, 26).

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