María es la «Virgen oferente», lo que se manifiesta ya en la Presentación de Jesús en el Templo. En este evento la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las leyes relativas a la oblación del primogénito y de la purificación de la madre, un misterio de salvación:
Ha visto proclamada la universalidad de la salvación, porque Simeón, saludando al Niño como luz que ilumina las gentes y gloria de Israel, reconocía en Él al Mesías, al Salvador de todos.
Ha comprendido también la referencia profética a la pasión de Cristo: puesto que las palabras de Simeón -que unían en un solo vaticinio al Hijo, «signo de contradicción», y a la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma-, fueron realizadas en el Calvario.
[Pablo VI, exhortación Marialis Cultus, nº 20]