«Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que esperaba el consuelo de Israel y se guiaba por el Espíritu Santo. Le había comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al Mesías del Señor. Movido, pues, por el Espíritu, se dirigió al templo. Cuando los padres introducían al niño Jesús para cumplir con el lo mandado en la ley, Simeon lo tomo en brazos y bendijo a Dios diciendo:
-Ahora, dueño mío, según tu palabra, dejas libre y en paz a tu siervo, porque han visto mis ojos a tu Salvador, que has dispuesto ante todos los pueblos como luz revelada a los paganos y como gloria de tu pueblo Israel.
El padre y la madre estaban admirados de lo que decía acerca del niño. Simeon los bendijo y dijo a María, la madre:
-Mira, éste está colocado de modo que todos en Israel o caigan o se levanten, será una bandera discutida y así quedaran patentes los pensamientos de todos. En cuanto a ti, una espada te atravesará.» (Lc 2,25-35)
Virgen María: por el dolor que sentiste cuando Simeón te anunció que una espada de dolor atravesaría tu alma, por los sufrimientos de Jesús, y ya en cierto modo te manifestó que tu participación en nuestra redención como corredentora sería a base de dolor; te acompañamos en este dolor... Y, por los méritos del mismo, haz que seamos dignos hijos tuyos y sepamos imitar tus virtudes.