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Origen y Desenvolvimiento de la Cuaresma

4 de marzo de 2014
Sección extractada de la «Historia de la liturgia» del P. Mario Righetti (Génova, 1882-1975)

Modelada sobre el ejemplo de Moisés y Elias, los cuales después de un ayuno de cuarenta días fueron admitidos a la visión de Dios (cfr. Dt 9 y 1Re 19), y más todavía a imitación del retiro y del ayuno cuadragenario realizado por Cristo en el desierto (Mt 4), vemos aparecer en la Iglesia a principios del siglo IV la observancia de un período sagrado de cuarenta días, llamado por esto «Cuaresma», como preparación a la Pascua entendida en su concepto primitivo, es decir, no como aniversario de la resurrección de Cristo, sino como los dos días (Viernes y Sábado Santo) conmemorativos de su inmolación en la cruz para rescate del mundo, según la frase del Apóstol: «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1Cor 5,7).

Se creyó durante mucho tiempo que el más antiguo testimonio de la Cuaresma estaba contenido en el canon 5 del concilio de Nicea (325), donde, con el fin de proveer a la suerte de los excomulgados, se recomienda a los obispos el tener dos sínodos al año, el primero de ellos antes de la «cuarentena». Pero el P. Salaville ha demostrado que este término no puede entenderse de la Cuaresma, sino de cuarenta días después de la Pascua (Ascensión). De todos modos, tenemos otros indiscutibles testimonios, de época algo anterior, acerca de la existencia de la Cuaresma en las principales iglesias del Oriente: Eusebio (+ 340) en el De solemnitate paschali, San Atanasio en las cartas festivas enviadas a Egipto del 330 al 347, San Cirilo de Jerusalén en las catequesis anagógicas tenidas en el 347, el concilio de Laodicea hacia el 360 y la Peregrinatio, de Eteria (387), no sólo no dejan ninguna duda sobre la existencia en Oriente de esta institución penitencial, sino que casi todos hacen suponer que hubiese entrado desde hacía tiempo en la costumbre de los fieles.

Para el Occidente hacen mención, en términos explícitos, los escritos atribuidos a Prisciliano (+ 386), San Gregorio de Elvira (380?), Eteria para España y Aquitania, San Agustín para el África y San Ambrosio para Milán.

En cuanto al uso primitivo de Roma, reina alguna incertidumbre. La carta festiva del 341 escrita en Roma por San Atanasio a Serapión de Thmuis, deja claramente entender que una observancia cuadragesimal se acostumbraba ya entonces. Por el contrario, el historiador Sócrates (aunque casi un siglo después) refiere que la Cuaresma romana comprendía apenas tres semanas de ayuno, excluidos los sábados. Una tal afirmación es inexacta, sin duda, en cuanto a la exclusión del ayuno en sábado, mientras es certísimo que se observaba, y en cuanto al tiempo a que se refiere, porque el papa San León, contemporáneo de Sócrates (c.440), atestigua netamente un período cuaresmal de cuarenta días efectivos; pero puede tener un fundamento de verdad si se refiere a una época muy anterior. Sabemos, en efecto, por San Máximo y por San Pedro Crisólogo que una práctica parecida era seguida por muchos en Turín y en Rávena, a pesar de ser enérgicamente reprendida por aquellos obispos.

Duchesne, sin embargo, ha lanzado la hipótesis de que la antigua Cuaresma romana fuese, en efecto, de cuarenta días, pero con sólo tres semanas de ayuno riguroso, intercaladas de otras tantas de ayuno mitigado; la primera, llamada de las cuatro témporas; la cuarta, llamada mediana en los antiguos documentos litúrgicos, que se cierra con el sábado «Siventes», y la última, la Semana Santa. Los descubrimientos de Callewaert (+ 1943) han confirmado por completo la conjetura de Duchesne. Efectivamente, Roma habría adoptado su Cuaresma, como otras muchas iglesias; pero en un principio, quizá por medida prudencial, no debió prescribir el ayuno en todas las ferias; lo limitó a sólo tres semanas, la primera, la cuarta y la ultima. Estas semanas, por cierto, tuvieron desde el principio características litúrgicas propias, como la estación de los miércoles, viernes y sábados, asignadas a los más importantes santuarios de la Urbe, mientras todas las demás estaban todavía desprovistas, y, sobre todo, el privilegio de conferir el sábado de cada una las sagradas órdenes.

No sabemos dónde, ni por medio de quién, ni en qué particulares circunstancias haya surgido la institución cuaresmal. Quizá no fueron extrañas las exigencias siempre crecientes, sea del catecumenado, sea, sobre todo, de la disciplina penitencial, a la cual, en efecto, desde el 306 alude un canon de San Pedro Alejandrino. De todos modos, ayuda a notar que la práctica de una observancia preparatoria a la fecha de la Pascua comienza a abrirse camino en la Iglesia al menos desde la mitad del siglo II. Encontramos repetidas alusiones en los escritos de los Padres antenicenos.

San Ireneo de Lyón, alrededor del 190, en la famosa carta al papa Víctor sobre la cuestión de los cuartodecímanos, recuerda un ayuno que en las Galias, y quizá también en Asia, se practicaba por algunos antes de Pascua desde hacía tiempo, «longe ante, apud maiores nostros». «Algunos -escribe él- creen deber ayunar solamente un día (el Viernes Santo), otros dos (Viernes y Sábado Santos), otros más; otros, en fin, toman cuarenta horas del día y de la noche, computándolas como un día (es decir, las cuarenta horas que Cristo estuvo en el sepulcro.)- Donde se revela que el ayuno pascual en su tiempo podía comenzar para algunos desde el miércoles o jueves; ciertamente no sobrepasa la Semana Santa. En África, por el contrario, como nos consta por Tertuliano, el ayuno para los católicos se limitaba a los días «in quibus oblatus est sponsus» (en que ha sido quitado el Esposo), es decir, el Viernes y Sábado Santos; éstos eran los solos impuestos por la Iglesia, «hos (dies) esse iam solos legítimos ieiuniorum christianorum», si bien los montanistas tenían escrúpulos, y por eso ayunaban dos semanas. Otro tanto nos atestigua para Roma la Apostólica Traditio, de San Hipólito; prescribe un ayuno de dos días, del viernes a la misa nocturna de Pascua, «antequam oblatio fiat».

La disciplina de las iglesias orientales no era notablemente diversa. La Epistula Apostolorum (Asia Menor, 130-140), que nos proporciona la memoria más antigua, habla de un ayuno preliminar a la Pascua (Crucifixionis), que se prolongaba por toda la gran noche, pasándola en vigilia hasta que no despuntase el primer rayo de luz; entonces se celebraba la eucaristía.

El uso de Alejandría nos es referido por San Dionisio (+ 264), el cual, interpelado por un cierto Basílides sobre la duración del ayuno pascual, responde que los fieles le consagraban la semana entera, pero de manera diversa. Algunos estaban tres días, otros hasta cuatro, sin probar alimento alguno; todos, sin embargo, ayunaban rigurosamente el Viernes y Sábado Santos. Una disciplina análoga, pero más firme y rigurosa, existía en Siria hacia el final del mismo siglo. La Didascalia Apostolorum prescribe: «A decima (se. luna) quae est secunda sabbati, diebus Paschae ieiunabitis atque pane et sale et aqua solum utemini hora nona usque ad quintam sabbati (Jueves Santo). Parascebem tamen et sabbatum integrum ieiunate, nihil gustantes» ("En la décima luna, desde el segundo día del sábado (lunes) -los días de Pascua- ayunaréis, y sólo usaréis agua, pan y sal por la tarde, hasta el quinto día del sábado (el Jueves Santo). El día de preparación y el sábado íntegro ayunad, sin probar nada").

Como se ve, de una observancia cuaresmal propiamente dicha, callan absolutamente las fuentes hasta principios del siglo IV. La hipótesis, por tanto, de un origen apostólico de la Cuaresma, adelantada por algunos Padres, no puede aceptarse si no es por lo que respecta al principio del ayuno, que, introducido inicialmente por simple devoción privada en los dos días precedentes a la Parasceve, fue después extendido y en Oriente oficialmente impuesto a toda la Semana Santa.

Sobre el carácter y la extensión del tiempo cuaresmal hubo en un principio criterios esencialmente diversos de los posteriormente adoptados. Después que, como ha demostrado Callewaert, del examen de los testimonios patrísticos más antiguos se ve que la sagrada cuarentena no fue considerada en su origen como una extensión del ayuno primitivo del Viernes y Sábado Santos, y, por tanto, como preparación inmediata a la fiesta de la Resurrección (Pascha resurrectionis), sino más bien como una cuarentena de penitencia que precedía al Viernes Santo (Pascha crucifixionis), las Paschae sollemnia, como expresa una antiquísima fórmula litúrgica, debía preparar a los fieles para él. En efecto, la vetusta terminología eclesiástica, como puede verse en Ireneo, Tertuliano, Eusebio y otros, designaba con el nombre de Pascua la sola conmemoración anual de la pasión y muerte del Redentor: «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1Cor 5,7); fue solamente en el siglo V cuando comprendió la sepultura y la resurrección, formando el «Triduum sacratissimum crucifixi, sepulti, suscitati» («Tres días sacratisimos de la crucifixión, sepultura y resurrección»), como se expresa San Agustín; o bien, según la frase sintética de San León, el Paschale sacramentum.

El triduo pascual era, por tanto, una fiesta única que abrazaba la conmemoración de la muerte (Viernes Santo), de la sepultura (Sábado Santo) y de la resurrección de Cristo (domingo); fue precisamente como preparación a este paschale mysterium por lo que fue instituida la Cuaresma, la cual, por tanto, debía de terminar el Jueves Santo. En efecto, si desde este punto final contamos hacia atrás cuarenta días precisos, se llega a la sexta dominica antes de Pascua, es decir, a la actual primera dominica de Cuaresma, que de nosotros tuvo originariamente el nombre de Caput ieiunii o Quadragesimae.

Es preciso, además, tener en cuenta otro elemento agudamente señalado por Callewaert: la índole de la Cuaresma primitiva no admitía solamente un ejercicio corporal de penitencia constituido por el ayuno, a pesar de que la imitación de las cuarentenas modelos -Moisés, Elias y Cristo- llevase a hacer de él una de sus más notables características; ella, en el pensamiento de los Padres, debía ser, sobre todo, un período de ascesis y de mortificación, un tiempo sagrado de vida cristiana más intensa, durante el cual, como se expresa Crisóstomo, «per preces, per eleemosynam, per ieiunium, per vigilias, per lacrimas, per confessionem ac per cetera omnia diligenter expurgatur» («por oraciones, por limosnas, por ayuno, por lágrimas, por la confesión, y por todas las demás cosas sean diligentemente purificados»), los fieles pudiesen renovarse interiormente para resucitar después con Cristo a una nueva vida. Las dominicas, por tanto, no eran excluidas por el tiempo cuaresmal, si bien, en homenaje a una tradición apostólica, fuese en ellas mitigado el rigor del ayuno.

Pero estos conceptos fueron olvidados muy pronto. Se comenzó a usar el término Pascha como sinónimo exclusivo de la dominica de Resurrección, de manera que, quedando incorporados a la Cuaresma los días de Viernes y Sábado Santos con su ayuno, ésta vino a contar 40 + 2 = 42 días. Además, prevaleciendo la consideración de que el ayuno fuese la característica principal, y aún más, exclusiva, de aquel tiempo, como en las seis dominicas no se ayunaba, se siguió de aquí que la Cuaresma quedó compuesta no de 40, sino de 6 X 6 = 36 días.

No sabemos si un cálculo hecho de esta forma, que, a pesar de su sutileza, no llegaba a disimular la falta de lógica de una cuarentena de 36 o de 42 días, haya prácticamente conducido a computar en números redondos el círculo cuaresmal. El hecho es qué, desde la mitad del siglo V, vemos delinearse la práctica de una breve preparación a la Cuaresma, que comprende primero la feria del miércoles de Quincuagésima y después la del viernes, las cuales llegaron a ser días de completo ayuno, fueron dotadas de misa propia y entraron regularmente en la organización litúrgica romana de las ferias cuaresmales, si bien no fueron, por tanto, consideradas como formando parte de la Cuaresma. Es cierto, en efecto, que ya desde el tiempo de San Máximo de Turín (c.465) se leía el miércoles la perícopa evangélica Cum ieiunatis («Cuando ayunéis...»); y él recuerda a algunos que solían desde aquel día comenzar una abstinencia preparatoria a la Cuaresma; como es cierto, por otra parte, que durante el siglo VI en este mismo día tenía principio el período de penitencia canónica, que debían cumplir los penitentes públicos hasta el Jueves Santo.

De los otros dos días, el jueves no tuvo liturgia propia antes de Gregorio II (+ 750); el sábado la recibió, por último, en el siglo VIII. Es sólo en torno a esta época cuando encontramos completado litúrgicamente el período de cuatro días que va desde la «feria IV cinerum, caput ieiunii» (miércoles de ceniza, inicio del ayuno), comienza prácticamente el ciclo cuaresmal; el gelasiano del siglo VIII es el primer testimonio.

Los cuatro días adicionales de ayuno no fueron recibidos en seguida por todas partes. No los acogió la liturgia mozárabe ni la ambrosiana, la cual todavía hoy eomienza el ayuno cuaresmal con el lunes después de la primera dominica. En Montecasino fueron introducidos al final del siglo XI, bajo el abad Desiderio.

De la antigua dignidad de Caput Quadragesimae (inicio de la Cuaresma) unida a la primera dominica quedan todavía las señales en la secreta de la misa, que celebra el «sacrificium quadragesimalis initii», y en algunas particularidades del oficio.

En relación con la Cuaresma litúrgica, no está fuera del lugar aludir a las llamadas cuarentenas de penitencia que en la Edad Media, sobre el tipo de la Cuaresma, pero generalmente fuera de este tiempo, se cumplían frecuentemente por los fieles por un mayor fervor de mortificación, cuyo nombre ha quedado todavía en uso en la terminología de las indulgencias; ellas, sin embargo, no eran una novedad absoluta, porque, como decíamos antes, al final del siglo III las había ya introducido en Alejandría la praxis penitencial.

La cuarentena comprendía cuarenta días de severísima penitencia, durante la cual el fiel se consideraba excluido de las funciones de la iglesia, debía andar con los pies descalzos, comer sobre el suelo pan condimentado con cenizas, apartarse de todo contacto con sus semejantes y evitar en la comida y en el vestido todo aquello que no fuese rigurosamente indispensable.


Cuadros: La meditación de san Francisco, de Caravaggio (1606) y Penitencia de san Jerónimo, de Lucas Cranach (1502)

Comentarios
por ana (i) (79.146.252.---) - dom , 09-mar-2014, 09:15:13

Miles de gracias por un material tan valioso, gracias por ayudarnos a tantos.
Ana.

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