«ad Deum qui laetificat juventutem meam...»1 Lo que se dice alegrar, ya no alegras, al menos no una juventud que no tengo hace tanto tiempo. Ya sé que ninguna rúbrica me obliga ahora a decirlo, pero yo lo digo igual, y lo seguiré diciendo mientras todos los días suba a este altar, al menos para recordar que en algún momento sí me alegraste la juventud; o que tú te acuerdes, que te has vuelto olvidadizo.
Todos esos que están ahí esperando que les haga la magia, dicen que el olvidadizo soy yo, que me duermo después de darles la comunión, que me equivoco en los textos... pero yo no me olvido, no te olvido; y aunque me da horror ese instante en que me daré vuelta, y quedaré ahí al frente, con los brazos abiertos, casi haciendo el payaso con esta casulla enorme, subo y seguiré subiendo para que sepas que yo no olvido. No me importa demasiado lo que esté pensando todo ese hato de viejas que cuchichean cuando paso «qué desmejorado está...»; por mí que piensen que me olvido, que me trabo, que me duermo, que casi no puedo andar, pero cuando llego y me doy vuelta, cargado del horror de esperar ese momento, hastiado de recordarte que en algún momento alegraste mi juventud (pero te lo seguiré recordando, no te librarás), cuando llego y me doy vuelta, y abro los brazos.... ah, eso es lo decisivo: abro los brazos.
Estoy cansado. Además me parece que alargan cada día la distancia entre estos escalones y el altar; Sí, estoy seguro que la alargan... otro truco del párroco para demostrarme que estoy viejo... casi lo puedo oír dando órdenes a los obreros para que ensanchen los escalones, alarguen el piso, alejen el altar. Quiere que jadee, que me agote en esta caminata. No lo quiere él solo, todos quieren verme que no pueda ya abrir los brazos. Me saludaron el otro día, uno por uno, para cuando dicen que llegué a los 50 años, o algo así, de sacerdocio; pero aunque ellos no se dieran cuenta yo les oía murmurar «estás viejo», «ya no sirves». Me sonreían con la boca de oreja a oreja, ¡hipócritas! Alguna hasta me dio un beso, ¡Judas!
¿Qué toca hoy? ¡ah, sí! uno de los días de la Octava, espero que esté anotado cuál día. Bueno, igual todos los días se parecen; todos los días de la Octava, y también todos los demás días. Verdad es que casi ni recuerdo lo que viene después de que abro los brazos para que me mires. No es que no recuerde porque me falte memoria, sino porque no me importa. Ya no me importa. Antes sí me importaba, cuando alegrabas de verdad mi juventud de verdad; pero un día dejaste de hacerlo, o yo dejé la juventud y no me di cuenta, o me cambiaron los textos y dejaron de importarme.
Curioso: cuando me sedujiste quería llegar a viejo, para estar solamente contigo, cuando ya no me importaran otras cosas, cuando nada me distrajera; y ahora que nada me distrae no consigo recordar las palabras con las que te invocaba, y tú venías. Me habían enseñado que eran unas palabras, unas precisas palabras, pero aunque creo que son las que digo cada día, no vienes.
Te escondiste, pero te obligaré a salir. Y si no sales con las palabras que me enseñaron, saldrás cuando llegue por fin a ese altar (¡qué lejos lo han puesto hoy!). Ya siento que estoy por atraparte, que no podrás dar vuelta la mirada, que me reconocerás algún día, que entenderás el gesto que hago, porque este gesto es mucho para ti, y aunque no lo creas, también para mí... y desde donde sea que te escondas, no puedes dejar de mirarme con los brazos abiertos: mirarás al que traspasaste.
-El Señor esté con vosotros.
-Y con tu espíritu.
1
-Introibo ad altare Dei
-ad Deum qui laetificat juventutem meam
("Subiré al altar del Dios. Al Dios que alegra mi juventud") era el primer díálogo bíblico que sostenían el sacerdote y el acólito al comenzar la celebración de la misa en el rito de S. Pío V