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El Testigo Fiel
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¿Las personas que han fallecido, aunque no hayan sido canonizadas, por el hecho de estar en la presencia de Dios, son santas? Ejemplo: Un joven ha recibido el sacramento de la reconciliación y después de haber recibido a Jesús en la Eucaristía, fallece pasados algunos minutos, inexplicablemente. Se podría decir que de ser admitido al cielo a gozar de la presencia viva del Dios Eterno, es un santo, o comparte con los santos de la dicha que no termina, aún sin ser reconocido como santo?

pregunta realizada por RUBEN
20 de junio de 2011

La pregunta en realidad no pertenece al ámbito de la Biblia sino al de la Teología Dogmática, a la sección de Escatología y Novísimos, de la que sólo tengo un conocimiento general, como puede tenerlo cualquiera que haya estudiado teología, pero no es, ni mucho menos, mi especialidad. No obstante creo que puedo ayudar al lector con algunas indicaciones y aprovechar la pregunta para llevarla, sí, al terreno de la Escritura, para pensar un poco la cuestión de la santidad a partir de la Biblia.

Lo primero que hay que decir es que lamentablemente la «canonización» como procedimiento eclesiástico-formal terminó absorbiendo la cuestión de la santidad hasta tal punto que hoy alguien se pregunta si puede ser santo uno que no ha sido canonizado, cuando es más bien al revés: la canonización sólo da reconocimiento formal, y basado en signos externos de santidad, a unos pocos santos. Nadie puede estar en presencia de Dios si no es santo, y por tanto todo aquel a quien Dios lleva a Su presencia, todo aquel que «va al cielo», es santo: ser santo es llegar a la presencia de Dios. El reconocimiento formal de esa santidad ya en este mundo, a través de un procedimiento canónico (no demasiado antiguo: tal como lo conocemos comenzó en el siglo XVI) sólo viene a encauzar un aspecto importante pero de segundo orden en la santidad: la veneración pública y el reconocimiento del carácter efectivo de la intercesión de los santos; digamos que viene a darle nombres concretos a la «comunión de los santos» de la que habla el Credo, pero no agota esta comunión. Incluso en los pueblos en donde el culto de los antepasados está arraigado, es perfectamente posible integrar en las creencias católicas este culto tradicional con la veneración privada hacia aquellos de los que podemos tener convicción subjetiva de su santidad, sin necesidad de que la Iglesia haga ningún reconocimiento de la santidad.

Un segundo aspecto de la cuestión planteada por el lector tiene que ver con la certeza de la salvación. Aunque creo que lo que pregunta se entiende perfectamente, incluso cierta exageración sobre el instante en que muere la persona del ejemplo, para poder indicar que no tuvo tiempo de pecar luego de recibir los sacramentos -medios ordinarios de santificación-, esta misma formulación deja un poco en el aire la cuestión de que los sacramentos, y en general toda la estructura de piedad y santificación que nos provee nuestra religión, no son una «maquinaria de salvación», no obran la santificación por ninguna clase de fuerza mágica. Ya sé que el lector no piensa eso, pero quiero destacarlo y remarcarlo, porque hemos pasado épocas en donde, aunque la «alta teología» tenía bien clara la cuestión, no se le explicaba «al pueblo» que la religión no es una máquina de producir salvación, por miedo quizás a escandalizarlo, o lo que es peor, quizás por miedo a «perder clientes».

El fin de la salvación es Dios, él -su Ser- es el fin sin fin del que gozaremos eternamente en un completo descubrimiento del que siendo siempre el mismo es a la vez eternamente nuevo y novedoso, de modo que su infinita grandeza poseída toda simultáneamente alcanzará a llenar la eternidad entera. El medio para ello es solamente, exclusivamente, la gracia de Cristo, que nos admite gratuitamente a ese inefable paraíso de posesión y gozo en Dios. Gratuitamente. Gratuitamente. A Dios no se lo compra con ritos, ni se lo alquila con novenas. Ni siquiera con la misa se compra una parcela de paraíso. Una misa puede comprar París y ganar el infierno, eso sólo Dios lo sabe de cada persona en concreto. Todo lo que hacemos es fruto de la gracia, no la provoca, sino que proviene de ella: podemos celebrar la misa porque Dios, en su infinita bondad, nos la ha regalado, nos la ha dado como anticipo de una santidad a la que nos ha convocado en su Pascua. La santidad es de él, y nos la da, no la obtenemos nosotros, la recibimos. Casi no puedo escribir esto sin sentirme arrobado de la emoción de que Dios haya amado tanto a cada una de sus creaturas, que haya dispuesto un universo entero para repartir su santidad, esa santidad que es de él -y de ninguna obra, por buena que sea- con cada uno: parte y reparte santidad, como parte y reparte el pan eucarístico. La «certeza» de la salvación no proviene de que hayamos justo terminado de confesarnos al recibir el síncope cardíaco -porque en realidad siempre queda un segundo para maldecir a Dios y renegar de su bondad-, sino de que Dios ha provisto ganarnos para sí, y lo ha hecho en la cruz, de donde provienen los sacramentos, que son así signos de una acción de Dios, no nuestra.

Hoy identificamos la santidad, muy lamentablemente, con la bondad moral, que es algo muy distinto. ¿Puede alguien ser bueno, e incluso muy bueno, sin creer en Dios, sin conocer a Cristo? ¡Por supuesto! puede incluso hacer milagros y portentos, conocer realidades ocultas y hasta espiritualmente inefables, sin tener noticia de Cristo. Los creyentes en Cristo sabemos que también esa bondad proviene de Cristo, pero la persona buena no necesita conocer a Cristo para ser buena. En cambio la santidad es el reflejo de la acción de Cristo en el mundo, refractado en las vidas de cada uno de los creyentes, y proyectado hacia el mundo: la santidad es la luz de Cristo en nosotros. Hay santos que han sido humanamente verdaderos despojos, que han fracasado en toda obra humana, que les ha ido mal en todo, y han sido así quizás los más perfectos reflejos de la santidad de la cruz. Por esos santos ninguno de nosotros hubiéramos dado ni un duro en vida, e incluso la propia Iglesia tardó en reconocer esa santidad. Y más tardamos a medida que pasan los siglos y vamos confundiendo más la moral y las buenas costumbres con la santidad. A menudo los santos más parecen locos que buenos, y hay algunos que hasta parecieron poseídos y se los tuvo por tales (el caso de santa Juana de Arco es sólo uno entre muchos, piénsese más modernamente en santa Gema Galgani).

Esto nos lleva a las fronteras de la santidad en la Biblia. La palabra se usa tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, pero jamás identifica una cualidad del obrar del hombre, sino principalmente a Dios (Dios es el Santo por excelencia, el «tres veces santo», como proclama Isaías 6), luego a las cosas de Dios y objetos consagrados a él, y a las personas y acciones que tienen relación con esos objetos, y por tanto indirectamente con Dios. En el Nuevo Testamento el uso se va especificando como más personal (es decir, se refiere más veces a personas que a cosas), pero tampoco identifica cualidades de las personas, sino la pertenencia de esa persona al Dios revelado en Cristo.

La santidad en el Antiguo Testamento

La raíz para referirse a la santidad en hebreo son las tres letras qds, que dan qadosh, qodesh -¡e incluso qadesh, que significa prostituto!, por la práctica cananea de la priostitución sagrada-. Su primer valor lingüístico es identificar las cosas "separadas", "con-sagradas": qds es aquello que pertenece al ámbito de Dios. Como señalé antes: Dios es el qadosh por excelencia:

Qadosh, qadosh, qadosh YHVH Sebaot (YHVH de los Ejércitos) (Isaías 6,3)

«Santo, santo, santo, es el Señor, Dios del universo», traducimos nosotros en el culto, trasponiendo YHVH, el nombre propio de Dios, por El Señor, y «los ejércitos» -que puede entenderse como una alusión cósmica a los ejércitos celestiales- por «el Universo», una idea mucho más abstracta y más moderna. Quienes así cantan son unos serafines, en un templo lleno del humo del incienso que envuelve y vela la resplandeciente divinidad de Dios, frente a un Isaías aterrado y que nomás escuchar y comprender lo que está ocurriendo allí, desea estar a muchos kilómetros del lugar, porque sabe que estar frente a la santidad de Dios es cosa de muerte: «¡Ay de mí, que estoy perdido...!»

Si se tiene una devaluada idea de santidad -cumplir los diez mandamientos, los cuatro preceptos, las cinco prescripciones, haber rezado toda la estampita y haber hecho la buena acción del día-, poco se puede vibrar de admiración y terror religioso con esta escena en que el profeta ha visto a Dios y a la muerte juntas, reflejadas en la Santidad que celebraba el canto seráfico.

La santidad es una cosa aterradora, nos pone ante el abismo que separa la provisoriedad de nuestro ser, de la grandeza y solidez inconmensurable del Ser divino, inefable y grandioso. Dios debe estar junto al hombre, pero también separado, como lo enseñan tantos y tantos relatos del AT: la convivencia directa con Dios sería mortal para el hombre, no podría su provisoria existencia soportar tanta plenitud. Esa cualidad de la sobreabundancia divina que debe permanecer separada para que no haga daño, a fuerza de tanta grandeza, es lo que se nombra, en primer lugar, con la palabra qds: lo sagrado-separado.

Pero como con eso qds es necesario estar en relación, invocarlo, hablarle, recibir su respuesta, se requiere un entorno de santidad para estar en diálogo con «Ello». Allí aparece el segundo sentido de qds: lo con-sagrado, santificado para el servicio del Santo: objetos, lugares, tiempos y personas. porque aunque en principio cualquier cosa, persona, lugar y tiempo pueden dedicarse al Santo, no pueden serlo sin una específica consagración, que precisamente obra la separación.

Ahora bien, estos dos sentidos, tan bíblicos, d ela santidad, ¿valen sólo para la religión bíblica? En realidad no, sino que lo encontraremos en cualquier religión: los ritos de consagración-separación, aunque distintos de pueblo a pueblo, tienen siempre la función de marcar la distancia entre lo que pertenece con exclusividad al ámbito de lo Divino, y lo que queda fuera de su círculo de santidad, lo profano, que es simplemente lo cotidiano, lo que puede verse y ponerse a la luz (en su origen la palabra pro-fano, tenía relación con poder verse, poder aparecer).

Lo más específicamente bíblico de la santidad se va descubriendo poco a poco. Aunque los relatos bíblicos lo retrotraen a los inicios de Israel, con Abraham, lo cierto es que Israel no llega a la conciencia de la santidad que Dios le pide, sino a lo largo del tiempo, y pasando por amargas experiencias religiosas. De a poco Israel llega a la convicción que formula en la «ley de santidad»: «sed santos, porque yo, YHVH, soy santo». Lo que Israel descubre, lo que la Biblia pone como criterio del Dios vivo y verdadero, es que no hay una parte de la realidad de ese pueblo que deba ser consagrada a Dios, y otra que pueda seguir siendo cotidiana y profana, sino que todo ese pueblo, cada uno de sus días, sus cosas, sus lugares, su gente, están, por designio del propio Dios, consagradas a Él. No hay nada profano en Israel, pero la existencia de Israel hace profano al resto del mundo.

Sólo en la fe podemos admitir que alguien conciba como propio este proyecto de santidad, humanamente irrealizable, que desdiviniza y profaniza todo lo que entre los seres humanos es naturalmente sagrado y consagrado a Dios. Quien admite este «proyecto bíblico» de santidad, se mete en un loco plan, que rompe con la naturaleza cotidiana de las cosas, donde siempre hay y habrá unas cosas que son sagradas y otras que son profanas. De eso hablaban los profetas cuando reclamaban de Israel no que sean un poco buenos, o muy buenos, sino de que entregaran la totalidad de su vida al Dios Santo.

En el Nuevo Testamento

Jesús no vino a abolir esto, sino, como él mismo lo declara, a llevarlo a plenitud. Y así, en el entorno de Jesús, no sólo el pueblo de Israel es el santo y consagrado, sino todos, especialmente los que no lo serían en ningún «sistema de santidad», los enfermos, los excluidos, las viudas, los huérfanos, las prostitutas, todos los que por su naturaleza serían profanos, no sólo según las leyes del Antiguo Testamento, sino según los manuales de moral y civismo de la cristiandad; todos ellos están integrados en el dolor que le duele a Cristo, y por tanto todos ellos participan, por su propio ser, de esa santidad expansiva, que limpia, incorpora y admite en el seno de Dios todo lo que toca con la cruz.

Por eso los primeros cristianos se llamaban entre ellos «santos», y al beso de saludo que se daban, donde se comunicaban la paz, lo llamaban «el beso santo». Basta recorrer las epístolas paulinas para darse una idea de lo que significa esta experiencia de una santidad expansiva, desde la cruz hacia cada uno de los creyentes, que llega incluso a dar una teoría muy osada sobre la santificación vicaria, por «contagio», en un matrimonio entre bautizada y no bautizado, o viceversa: «...Y si una mujer tiene un marido no creyente y él consiente en vivir con ella, no le despida. Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente. De otro modo, vuestros hijos serían impuros, mas ahora son santos.» (1Cor 7,14 y contexto).

Es un poco más tarde, ya hacia fines del siglo I, con el recrudecimiento de las persecuciones, que el Apocalipsis va a introducir un concepto de santidad ligado al testigo (martys, de donde mártir): santo es el que «permanece fiel» en medio de la persecución, y en ese permanecer da un testimonio cruento del auténtico Testigo Fiel, que siempre y únicamente es Cristo. Con esto a la vez que se concreta un poco más esto del llamamiento universal a la santidad que está en la esencia de nuestra fe (y no es coto reservado de ninguna teología, ninguna época, ni ningún grupo eclesiástico), que es una fe de «comunión de los santos», se da un cierto giro: el santo «hace algo» por serlo, da un testimonio cruento, aguanta el golpe.

Es verdad que en los primeros siglos, ese giro de la santidad hacia un «buen obrar» está todavía equilibrado por una fuerte conciencia y predicación de la gratuidad de la elección divina. Los relatos de santidad de los primeros siglos -que mayormente hablan de mártires- insisten mucho en ese aspecto: que el mártir no aguanta el dolor por sí mismo sino por una especial iluminación de Dios, y porque es el Espíritu quien está aguantando por él. Es más: el mártir se ríe de sus enemigos y los convoca a probarlo más aun, seguro de que Dios no tiene límite en el don de fortaleza con el que inviste a su elegido.

Será más tarde, finalizada la era de los mártires y cuando se va organizando la «Europa cristiana», que el «buen obrar» haga su entrada como protagonista en la escena de la santidad cristiana. De la gesta heroica de los mártires quedó ese triste remedo que son los relatos de dragones y hazañas estrambóticas y ridículas, de milagros absurdos y completamente innecesarios, que pueblan las leyendas de los santos, triste herencia del don de fortaleza que nos ganó Cristo en la cruz. Pero finalmente ni eso sobrevivió, sino que a partir del siglo XVII la santidad se llegó a narrar casi como quien despliega ante los ojos del alumno un manual de moral, de tal modo que uno se pregunta, ¿y qué tiene que ver el Dios Santo con todo ello?

Afortunadamente, la palabra de Dios, viva y eficaz, permanece, y es con ella y desde ella que podemos descifrar los signos de santidad con los que Dios sigue hablando y consagrando para sí este mundo, sobre todo en su dolor, en su pobreza y en su provisoriedad.

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