Ya sólo con ver la cantidad de referencias al templo en los cuatro evangelios y en los Hechos, se comprenderá que, aunque esté aludido en el artículo dedicado a Jerusalén, el templo es un sitio con vida propia, y merece un escrito aparte. La lista que presento es exhaustiva, y comprende las palabras que se traducen como templo (gr. hierós) y como santuario (gr. naós), distinción que luego veremos.
La historia y la realidad del templo de Jerusalén se entrelazan con la propia fe bíblica, incluso podríamos marcar las etapas de desarrollo de la propia Biblia por su relación con la cuestión del lugar de encuentro con Dios, el templo, teniendo siempre presente que el corazón de la fe bíblica es precisamente el encuentro con Dios (ver como ejemplo el precioso Salmo 132, esp. vv. 3-5).
La historia del templo arranca desde mucho antes de su construcción, desde la «tienda del encuentro» que, según nos cuenta el Éxodo, acompañaba a los israelitas por el desierto. De hecho, una buena parte del libro del Éxodo consiste en describir la construcción de esta tienda (instrucciones para su confección en Ex 25–31; consagración en Ex 40, etc.), en textos de tradición sacerdotal, es decir, que expresan no sólo recuerdos del desierto, sino también lineamientos para interpretar la religión en el presente de sus redactores. Dado que los libros del Pentateuco, aunque toman tradiciones orales muy anteriores, se escriben cuando el templo de Jerusalén está en pleno uso, es natural que los narradores hayan hablado de la tienda portátil pero dotándola de características propias del templo posterior, lo que hace muy difícil imaginar cómo funcionó realmente dicha tienda. Por ejemplo, mientras está describiendo partes del templo, dirá: "También harás el atrio de la Morada. Del lado del Négueb, hacia el sur, el atrio tendrá un cortinaje..." (Ex 27,9). ¡el Négueb queda al sur mirando desde Jerusalén, no desde el desierto del Sinaí! Y como este hay infinidad de ejemplos.
La «tienda del encuentro», entonces, más que imaginarla materialmente, hay que pensarla como el ideal al que Dios convoca, que es a la vez un lugar y una caminata, un encuentro y un acompañamiento de Dios a su pueblo. La «tienda del encuentro» le recordaba a los israelitas que, incluso con el magnífico ideal del templo de Jerusalén, su Dios "no habita en casas hechas por mano de hombre" (Hch 7,48). Este punto "antitemplo" de la propia religión bíblica (y que no implica rechazo del encuentro con Dios, sino que reafirma con fuerza su absoluta trascendencia) acompañará a la religión bíblica como una sombra, hasta que se concrete en la gran visión celestial del Apocalipsis, donde ya no se verá "Santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario." (Apoc 21,22)
Establecidos en la tierra prometida, este pueblo de Israel fue teniendo distinto tipo de trato con los moradores del lugar, a los que genéricamente llamamos cananeos: en algunos aspectos se mezcló, en otros conquistó sus plazas, en otros aniquiló, en otros fue absorbido. Uno de esos aspectos es el culto: los primeros israelitas tendieron a asociar su Dios del desierto, Yahvé, a los centros de culto local ya establecidos, en especial Siquem, pero también Betel, Mambré, Siló, y otros, algunos de los cuales tenían conexión con las historias patriarcales.
La conquista de la fortaleza jebusea de Jerusalén por parte de David inaugura una nueva época en esta federación tribal que estaba ya queriendo dejar de serlo. David había conseguido unificar las voluntades de los distintos grupos tribales (no sin resistencias, que se materializaron en que sólo fue admitido como rey de todos 7 años después de serlo solo de su tribu de Judá), pero ¿hubiera sido posible mantener y hacer crecer esa unidad centrada en una ciudad recién incorporada al yahvismo, con una religiosidad que estaba ligada a santuarios locales y mucho más antiguos y prestigiosos que la sede real?
La elección de Jerusalén como centro de la vida política del nuevo reino era de un gran acierto táctico, pero no hubiera subsistido si no se encontraba el modo de trasladar allí también el centro religioso yahvista, y sin que este traslado evocara la religiosidad del desierto, de la tienda del encuentro, de los tiempos fundacionales en que Dios caminaba con el pueblo de Israel. El traslado a Jerusalén del «arca de la alianza», el gran símbolo de la religión del desierto, fue el otro gran acierto táctico de David (2Sam 6,1-15).
Lamentablemente no tenemos ninguna documentación que nos explique, en causalidades humanas, por qué David no construyó un templo en Jerusalén. La Biblia, desde luego, no se interesa por las causalidades humanas, y simplemente destaca que si no se hizo, fue porque Dios no quería que David le construyera uno (2Sam 7,1-12). Quizás -esto es especulación- David, con su fino olfato político, vio que imponer un templo nuevo en una ciudad nueva bajo un nuevo régimen político era tensar demasiado la cuerda; o quizás simplemente David apreciaba los valores de la religiosidad del desierto, y estaba con la posesión del arca más conforme que con cualquiera de los centros de culto antiguamente cananeos.
Lo cierto es que el templo fue construido por su hijo Salomón, heredero del reino hacia el 940 a.C. Se trata del llamado "primer templo" de Jerusalén. No hay certeza de sus dimensiones y su factura, ya que todo lo que poseemos sobre él está fijado por escrito en épocas posteriores, con el aura magnificente que le da el recuerdo de glorias pasadas. Su construcción llevó siete años: del cuarto al undécimo del reinado de Salomón. Tal como lo describe De Vaux en su monumental estudio sobre las instituciones de Israel: "El templo era una construcción larga, abierta por uno de sus lados cortos. Se dividía interiormente en tres partes: un vestíbulo llamado ulam, de una raíz que significa «estar delante», una sala de culto llamada hékal, que tiene en hebreo como en fenicio, el doble sentido de «palacio» y de «templo» y que más tarde se denominó el santo, finalmente el debir, poco más o menos la «trascámara», que luego se llamó el santo de los santos; era el sector reservado de Yahveh, donde reposaba el arca de la alianza." (Instituciones, pág. 411ss.). Estaba íntegramente revestido en madera (aunque su construcción recurría a piedra y ladrillo), y no hay constancia del espesor de los muros ni del modo de techado. Es descrito (tanto el edificio como el ajuar) en 1Re 6-7 y en 2Cro 3-4, lamentablemente los textos han sufrido en la transmisión, y hay pasajes que no permiten imaginar del todo el edificio: por ejemplo, si existía una separación sólida (muro) o una diferencia de altura entre el hékal y el debir. El tipo de templo tripartito es común a los templos del Próximo Oriente antiguo (véanse las descripciones en De Vaux, op. cit. págs. 374-76)
Si aceptamos literalmente las medidas que da 1Reyes, "La Casa que edificó el rey Salomón a Yahveh tenía sesenta codos de largo, veinte de ancho y veinticinco de alto." (1Re 6,2), es decir, unos 27m de largo, 9m de ancho y 11m de altura, el tamaño es modesto, pero impresionaría, sobre todo por la altura y, lo que es probable (dado que el culto bíblico yahvista es sin imágenes), por la austeridad visual.
El conjunto estaba a su vez rodeado en los flancos y el fondo por dependencias bajas, administrativas y organizativas, que no desviaban la atención de la majestuosidad del templo; aunque según parece con el tiempo se hicieron insuficientes, y fueron ampliadas en altura.
La entrada del vestíbulo, del ulam, estaba flanqueada por dos imponentes columnas de bronce (¿hechas de este material íntegramente, o revestidas de él?), de 18 codos de altura, más 5 que medirá el capitel, es decir, casi la altura del propio templo, unos 10m en total, con sugestivos nombres, que posiblemente estaban grabados en ellas: Yakín (que evoca la idea de solidez) y Boaz (que evoca la idea de fuerza). Los nombres no vuelven a ser mencionados en la Biblia, por lo que su sentido real sigue siendo un enigma.
Lo fundamental de este primer templo es que comenzó siendo un santuario real (al uso en cualquier monarquía que se preciara) para llegar a ser, por la evolución teológica de Israel, y el desenvolvimiento de la propia revelación bíblica, el santuario único, símbolo visible de la unicidad del Dios de Israel, y expresión de su magnificencia y esplendor.
Esto ocurre en el siglo VII a.C., con la reforma deuteronomista, conducida por el rey Josías (2Re 22-23), que es una reforma en doble sentido: de restauración de la religión y de reforma edilicia y embellecimiento del templo, así como de nueva organización de un culto que se preparaba para abolir cualquier otro culto local dentro del territorio de Judá (el reino de Israel, al norte, ya había desaparecido). El núcleo de esta reforma se encuentra en Dt 12, la ley del santuario único, y en especial en Dt 12,8-14.
Este es el templo a cuya destrucción asistió Judá en el 585 a.C., tras la última invasión del imperio babilónico, y la deportación final de la clase dirigente a la propia Babilonia (ver Lm 1,10 y otros en el contexto), que marca el inicio del exilio babilónico, que durará 50 años.
Lo que siguió a la destrucción del templo no fue sólo una crisis: fue la aparición de un nuevo modo de ser pueblo sin templo. Comienza una etapa nueva en el pueblo de Judá. Fue trasladada su clase dirigente (político-religiosa, naturalmente), y los estamentos más formados de la sociedad, mientras que el "pueblo de la tierra", expresión técnica de la literatura bíblica posterior para designar al sector religiosamente menos formado, quedó, un poco a la deriva, en la antigua Judá.
Sabemos por Jeremías que los profetas y visionarios adversarios a su ministerio les prometían en nombre de Dios una ayuda inmediata y un regreso que no ocurriría en seguida (Jr 29,8-9), mientras que el propio Jeremías, que pagó en su carne su "pesimismo", auguraba en nombre de Dios un largo destierro, aunque también una liberación final (Jr 29,10-12).
El objetivo político de Babilonia al desterrar la clase dirigente era evitar que surgieran en el territorio conquistado núcleos organizados de resistencia, pero no podían evitar lo que ocurrió: que los desterrados, como custodios de la memoria de Judá, la llevaran consigo.
No sabemos con exactitud qué ocurrió en los 50 que duró el exilio (o 60, según si se cuenta desde la deportación del rey Joaquín, en el 595 a.C.), pero ese pueblo anclado en la memoria de Yahvé, madurado en la desgracia, vivió, mantuvo y acrecentó su identidad "rumiando" la obra de Yahvé; y emergió con el regreso, que comienza en el 535 a.C., de una manera enteramente nueva. había adquirido conciencia del significado de su alianza con Yahvé, y traía un relato coherente del pasado que les permitía entender por qué un Dios mucho más poderoso que los dioses babilónicos, no había hecho nada por demostrar ese poder y evitar la conquista: la teología del silencio de Dios adquiere en esta etapa su forma.
Aunque no se haya escrito propiamente en ese momento sino más tarde, se puede decir que en el Destierro nace la Biblia, no ya como conjunto de tradiciones antiguas, más o menos contrastantes (que era lo que hasta el momento existía), sino como lectura compleja, unificada y también ramificada, multiforme, de la alianza de este pueblo con su Dios.
Además la liberación, celebrada por un poeta anónimo que actualmente tenemos integrado en el libro de Isaías (Is 40-55), no podía ser más portentosa: Ciro el grande se hace con el poder de Babilonia y, con un giro completo en la política religiosa acostumbrada en la época, respeta la diversidad de cultos en su enorme imperio, y como parte de esta nueva política, autoriza el regreso de los judíos a su tierra, y la restauración de su culto. No en vano Isaías 45 proclamará que el verdadero poder detrás de Ciro, "sin que él lo conozca" (Is 45,4-5), es el Dios de Israel, Yahvé.
A pesar de ser una comunidad pequeña, que se encontró con un territorio donde 50 años habían borrado las huellas religiosas antiguas, que se encontró con tensiones políticas y religiosas de toda especie con los samaritanos y los habitantes de la tierra, aun así, y por impulso de los profetas de los que hablaremos luego, en pocos años pondrá manos a la obra en una nueva etapa del culto: la reconstrucción del templo, el segundo templo.